Cuando el poeta Juan Gil-Albert fue crítico de cine

A veces, los poetas realizan actividades que, aunque vinculadas con la literatura, quedan relegadas de su bibliografía y son ignoradas por sus lectores. Juan Gil-Albert tuvo una etapa, casi desconocida, como crítico de cine.
© PEDRO GARCÍA CUETO

He titulado así este estudio porque voy a citar algunas líneas interesantes de la labor de crítico que Gil-Albert ejerció durante febrero de 1940 hasta mayo de 1941 en México, en la revista Romance. Mi interés por desvelar esta faceta del escritor es descubrir también, no sólo a un memorialista, sino a un hombre que supo ver y enjuiciar ese invento del siglo XX que, pese a  que decía que no le gustaba, le fascinó de alguna manera.

Mantengo esta idea porque hay verdadera entrega en las críticas a algunas películas con lo que parece más una posición creada (ese rechazo al cine) que una verdad absoluta. Quiero comentar el hábito cinematográfico de otro gran hombre de letras, admirado por Gil-Albert, me refiero a Azorín. Cuenta José Luis Castillo-Puche en su libro Azorín y Baroja (Dos maestros del 98): “Azorín me saludó muy atento y se metió como un rayo en el cine. No había dado tiempo a más” (J. Luis Castillo Puche, 1998: 49). Azorín, ya mayor, saluda al escritor en la calle (concretamente, parado en la esquina de Cedaceros) y se va directamente al cine (tenía entonces alrededor de ochenta años, impecablemente vestido y con bastón en la mano). Pero después de este comentario se pregunta Castillo-Puche el por qué de esta pasión de Azorín  por  el  cine: “¿Qué  fuerza terrible hacía que Azorín saliera todos los días de su  casa, al  mediodía, para  meterse  en  un  cine  de  sesión continua?”  (J. Luis Castillo Puche, 1998: 49).

He querido  aludir a esta  anécdota  del   encuentro  entre  Castillo-Puche y Azorín, porque también ocurrió algo parecido con Gil-Albert y un conocido, un joven que había sido enviado tiempo atrás por su profesor al escritor para que le ayudase con un trabajo: “El andalucismo en la poesía de Alberti y García Lorca”.

Es interesante repasar esta anécdota  que Gil-Albert cuenta en Viscontiniana: “Cuando me llegó el turno, salí el día del estreno, recién tomado el café, para asistir, con pureza visual, a la primera sesión de la tarde” (Juan Gil-Albert, 2004: 293). Se refiere el escritor al estreno en Valencia de la película de Visconti  Muerte en Venecia.

Lo más divertido es el carácter del escritor alicantino, su aprensión a la multitud (ya que había una larga fila para sacar las entradas) y su encuentro con el joven: “Pensé un momento, para librarme de consumir mi turno, encargarle, con una seña, mi localidad, pero esto tenía el peligro de amenazar mi deseo de estar solo, y opté por pasar desapercibido” (Juan Gil-Albert, 2004: 293). Gil-Albert cuenta, con su sentido un poco hiperbólico de la realidad, su sensación de caminar en la fila para obtener la entrada como si se hallase en el campo de concentración para obtener el rancho.

La historia terminará con la conversación con el joven cuando éste le confiesa que había llegado a la primera sesión para coincidir con él (dada la costumbre de Gil-Albert de acudir al cine a primera hora). Recordemos que Azorín salía a mediodía para ir al cine, cuando eran habituales las sesiones por la mañana. Había sacado las entradas y Gil-Albert, contrariamente a su deseo, no pudo evitar su compañía: “Luego, ya en nuestras butacas, nos dispusimos a ver, rodeados de un público de falsos faunos urbanos, acompañados de sus ménades figurativas. Hasta aquí mi anecdotario” (Juan Gil-Albert, 2004: 294).

Lo que me llama la atención, y por ello he contrastado a los dos intelectuales en ese mismo hábito de ir al cine, la sensación de soledad que ambos necesitaban para ver una película, concentrados como quien contempla una obra de arte, para poder pensar, reflexionar  y amar el objeto visual que ambos contemplaban. Dejando a un lado quién sentía mayor pasión por el cine (indudablemente Azorín), Gil-Albert sí siente atracción por el celuloide, pese a sus críticas hacia él.

El mismo confiesa en Viscontiniana que prefiere evitar comentarios antes de ver una película. No es difícil imaginar que sólo así el arte puede manifestarse, como revelación, como encuentro ante lo que va a sorprendernos con su brillo singular.

En las críticas que no aparecen firmadas hace hincapié en la preferencia por el cine francés frente al americano, algo que aparece muy a menudo en sus opiniones sobre el cine de los años 50 y 60  (en su libro Contra el cine).

Nos interesa saber que en la revista Romance sólo aparece tres veces la firma de Gil-Albert en las críticas a las películas. No resulta convincente, como nos cuenta Juan Cano Ballesta, autor de la introducción y la edición del libro que comentamos, porque muchas críticas que aparecieron en la revista Romance (y que recoge el libro) tienen el mismo estilo y argumento que las que aparecieron en Contra el cine, críticas y opiniones cinematográficas comentadas por Gil-Albert acerca del cine de los años cincuenta y sesenta.

Es interesante, acerca de este tema, lo que nos cuenta Cano Ballesta sobre sus conversaciones con el primo del escritor, César Simón (gran conocedor de la obra de Gil-Albert): “El 10 de julio de 1997 mantuve una larga conversación telefónica con César Simón, cuando él ya estaba luchando con la enfermedad que le llevó a la tumba. Acababa de leer todos estos artículos de Romance, que yo le había enviado unas semanas antes, y estaba profundamente convencido de su autenticidad” (J. Cano Ballesta, 2003: 26).

Se refería César Simón a expresiones como “asistimos a” típicas de Juan o a la referencia a Proust, Wilde o Gide que aparece en algunas críticas, o incluso a la predilección por Bette Davis entre las otras actrices. Todo esto prueba que escribió la mayoría de los artículos de cine de la revista, pese a que no hablase de ello con amigos o allegados (se explica por el desdén manifestado hacia el cine, lo que parece razonable que quisiese ocultar su participación sistemática en la revista como crítico). En las críticas que no aparecen firmadas hace hincapié en la preferencia por el cine francés frente al americano, algo que aparece muy a menudo en sus opiniones sobre el cine de los años 50 y 60  (en su libro Contra el cine).

He elegido de las críticas que aparecen en Romance una dedicada a Amarga Victoria, película interpretada por Bette Davis, su actriz favorita, que dice lo siguiente: “Generalmente Bette Davis hace del papel menos importante un espectáculo cinematográfico, espléndido”, y dirá además “y podemos decir que es ella el argumento y el film, porque el resto es de una vulgaridad sencillamente imperdonable” (Juan Gil-Albert, 2003: 71).

Como podemos observar, solo la presencia de la gran actriz americana salva la película, y además, señala en muchas ocasiones que el cine americano no es lo suficientemente bueno (pese a algunas grandes estrellas). Podemos apreciar en sus opiniones la mejor estima que le produce el cine inglés, cuando dirá, acerca de la película Pigmalión, lo siguiente: “Una película inglesa, típica, es decir, una película fina y contenida, en donde está muy bien realizada la obra de Bernard Shaw”  (Juan Gil-Albert, 2003: 70). Es muy generoso con la película, quizá porque su origen es el teatro y además mejora su raíz teatral: “con  los  recursos  formidables  del  arte  teatral,  se  hace  aún más  rico  y más incisivo su dramático humor” (Juan Gil-Albert, 2003: 70).

Lo que Gil-Albert nos da a entender en su forma de ver el cine es que valora más el cine del pensamiento, como el que llevan a cabo los franceses, o el cine refinado que tiene, en muchas ocasiones, orígenes teatrales, como el que afronta el cine británico. Lo que el escritor detesta es ese mundo de sentimentalismo americano que inventa historias para lanzar una clara propaganda de la familia unida (como el cine de Frank Capra, recordemos ¡Qué bello es vivir!) o el cine que intenta mostrar el orgullo del mundo “yanqui” (pensemos en  muchas películas de John Ford).

Vamos a apreciar cómo critica Gil-Albert la aparición del color en el cine, es significativo recoger estas líneas que reflejan algo que dijimos anteriormente: para el escritor el cine nunca va a tener la entidad de la pintura o el teatro, no es un arte vivo, como no se cansó de repetir. Dice en la Revista al criticar la película Las cuatro plumas: “la prueba del color en el cine, retrasado por conveniencias comerciales, habría resultado negativa, si excluimos, claro está, las maravillosas obras de Walt Disney, que, por otra parte tienen un problema técnico, por tratarse de dibujos y no de fotografías” (Juan Gil-Albert, 2003: 75).

Opina que el color de Las cuatro plumas resulta convincente, lo que produce agrado a los amantes del cine clásico, si recordamos la maravillosa historia de aventuras que supuso la película: “En las escenas del desierto y del Nilo el color consigue convencernos plenamente” (Juan Gil-Albert, 2003: 75).

Para   no  alargarme  innecesariamente  sobre   estas  críticas, cito  una  de  las   mejor escritas y seguramente más fervorosas del escritor (salvo las que dedicó al cine de Visconti, naturalmente). Me refiero a la que hizo a El gran dictador de Charles Chaplin. No solo va a mostrar su veneración por el genial artista, sino por la película en  sí: “Chaplin, el poeta de la mirada profunda, de la melancolía incurable, de los exquisitos modales, encarna la figura del canciller Hynkel sin eludir el riesgo que supone la inmersión en el lago cenagoso y escalofriante…” (Juan Gil-Albert, 2003: 149). Se refiere naturalmente a la encarnación del dictador alemán Adolf Hitler.

Ya sabemos que el humor, esa combinación de drama y alegría, hacen del genial cómico inglés un genio de nuestro tiempo. Gil-Albert alaba también la película cuando dice: “Charlot se dirige a todos los hombres como un hombre sencillo y emotivo. Sus hermosas palabras están quizá muy lejos de las que hubiera pronunciado aquel muñeco mudo y sobremanera tímido de los primeros tiempos del cine” (Juan Gil-Albert, 2003: 151).

Lo que el escritor alicantino nos dice es que el tiempo ha cambiado y ya el genial actor no podrá ser nunca más ese muñeco mudo (excepcional en Tiempos modernos y otras muchas) sino una persona dolida y desencantada que hace un alegato contra la guerra y la maldad humana. Podemos ver, de nuevo, en su elección, la ética de Gil-Albert, al elegir como obra maestra una película que no elude el horror del siglo XX.

Va a ser generoso con otra actriz (británica, curiosamente), me refiero a Vivien Leigh, cuando dice de ella y de su interpretación en El puente de Waterloo lo siguiente: “A ella, que sin duda es este momento la más sugestiva estrella del cinema, cabe atribuir buena parte del éxito de la película” (169). También le gustó al escritor Lo que el viento se llevó, donde brillaba la excelente labor de la actriz británica.

Como vemos, pese  a  sus  opiniones  en  contra del  cine, no parece que desprecie ni a actrices como Bette Davis o Vivien Leigh, ni a películas con las que seguramente disfrutó como Las cuatro plumas o Pigmalión y le imaginamos, con toda seguridad emocionándose ante el discurso del barbero judío en El gran dictador.

En mi opinión, Gil-Albert no podía rendirse al cine, porque representa un aspecto del mundo moderno (sobre todo, en el tiempo en que hizo estas críticas, en 1940, con solo 40 años de cine). Hoy día, leyendo las mismas, percibimos que el cine le interesaba bastante y, si bien no le producía el fervor (salvo algunas excepciones) como sí le ocurría con la pintura, la música o el teatro, sí representaba una inquietud  y un mundo para profundizar en algunas ocasiones.

Cito su devoción por un actor viscontiniano ya comentada en el famoso estudio sobre el director italiano, me refiero al extraordinario y ya fallecido Dirk Bogarde. Confiesa el escritor en el estudio sobre Visconti (de obligada referencia en un análisis del cine en su vida) que él pensó en el actor cuando supo que realizarían la película basándose en la novela de Thomas Mann. El elogio que regala a Bogarde (muy merecido en mi opinión) lo señalo aquí: “Nadie como él para darnos la versión de un personaje de interioridad en un momento mórbido y declinante de su vida, uno de esos sujetos dramáticos que suelen pasar, para los que le rodean, como desapercibido” (Juan Gil-Albert, 2004: 293).

Como podemos imaginar, Bogarde fue un actor inglés extremadamente fino y delicado, lejos de la grandeza de muchos actores americanos, pero tan conmovedor y excelente como ellos. Era lógico que la sensibilidad de Gil-Albert se fijase en él.

Termino este estudio citando que los artículos de la revista Romance aparecieron durante su exilio en México (durante un año y tres meses, de 1940 a 1941).

También es importante señalar que la revista Romance se empezó a publicar el 1 de febrero de 1940. La  idea  de  fundarla  partió  de  Juan  Rejano y gracias al impulso y el apoyo del gran novelista mexicano Martín Luis Guzmán y el editor Rafael Jiménez Siles pudo llevarse a cabo.

Formaron parte del comité de redacción Miguel Prieto, Antonio Sánchez Barbudo, José Herrera, Lorenzo Varela, Adolfo Sánchez Vázquez y el ya citado Juan Rejano que fue director durante el primer período, hasta el nº 16. Los artículos sobre cine (algunos muy cortos) se publicaron en los 24 números que duró la revista, acompañados de frecuentes ilustraciones o fotogramas de escenas importantes de las películas comentadas.

Un estimado profesor y estudioso de la obra de Miguel Hernández, José Carlos Rovira, definió a la revista Romance como “una revista de combate” (José Carlos Rovira, 1991: 55). Es curioso que sea el mismo Rovira quien considere que Gil-Albert apenas participó en la revista y ponga en duda su inclusión como autor de los artículos de cine.

Juan Cano Ballesta, César Simón, Francisco Caudet e incluso un amigo del escritor alicantino, Manuel Andújar, aseguran su participación. Andújar afirmó lo siguiente: “Corría a cargo de Juan Gil-Albert la crítica de cine” (Manuel Andújar, 1976: 43). Si un amigo que compartió el exilio en México con el poeta nos informa de ello, no parece muy admisible la teoría de J. Carlos Rovira.

Doy como verdadera esta participación (los testimonios de amigos y allegados lo demuestran), pues hay muchos rasgos y datos, antes comentados, que así lo atestiguan. Para los estudiosos de la obra del escritor es importante conocer su labor de crítico, donde sobresale siempre su estética, su deseo de fundir la forma al contenido, logrando así unas páginas que son necesarias para nuestro mundo literario, donde demuestra el escritor el gran abanico de sus inquietudes.

CONCLUSIÓN: LA MENTIRA DE LAS SOMBRAS

Es interesante terminar con una reflexión: ¿fue Gil-Albert un aficionado al cine o no? La respuesta se halla en sus críticas, nadie que hubiese despreciado el celuloide, perdería el tiempo haciendo críticas de cine. Hay, en muchas de ellas, el poso del interés y, aunque nunca valoró el cine como lo hizo con la pintura, la música o el teatro, sí se percibe una curiosidad por ciertas películas, ciertos actores y actrices.

El escritor alicantino siente ante el cine el problema de la artificiosidad, considera que el cine no es arte ni es vida, por lo tanto, no merece su atención. Muchos críticos de cine argumentarían en contra de esta idea. Lo que sí es evidente es el interés de Gil-Albert por el color, como comenta en su crítica a Las cuatro plumas, o por actores cuya sensibilidad causó sensación, me refiero a Charles Chaplin en muchas de sus películas.

Al escritor le interesan actrices que hacen de su personalidad todo un ejemplo de rebeldía, como Bette Davis o Vivien Leigh, pero también se siente atraído, como pudimos ver en la Crónica General, por los mitos del cine de los años veinte, como Rodolfo Valentino o Greta Garbo (esta última triunfadora de la década de los 30). No es extraño, ya que los considera como antiguos dioses, son imágenes de la sensualidad, la mediterránea, en el caso de Valentino y la nórdica, en el caso de Greta Garbo. La fuerza de ambas se escapa de la pantalla y nos seduce a los espectadores.

Hay también una excepción en esa crítica al cine, me refiero a Visconti, donde el escritor alicantino contempla un espectáculo de la memoria, invadido por la majestuosidad, la elegancia y la delicadeza. Para él, Visconti no es cine, porque sobrepasa el celuloide y se convierte en un complejo mundo, lleno de matices: pintura, literatura. Su predilección por los actores con los que trabajó Visconti (Bogarde, Lancaster), ponen de manifiesto el gusto del escritor por la sensibilidad.

Hay algo que se debe decir: el gusto por el cine, al ser un invento del siglo XX, no podía ser tomado en serio por Gil-Albert, ya que era un hombre que pertenecía a otra época, donde el teatro triunfaba por encima de otras muchas artes. El cine se convierte así en algo extraño que pretende crear verosimilitud a través de las imágenes, pero que esconde el montaje, la repetición de escenas, etc. El teatro, sin embargo, muestra la escenificación en vivo, en el momento, sin que nada llegue diferido a nuestra retina y a nuestros oídos.

Gil-Albert siente atracción por el séptimo arte, pero reconoce sus fallos y es implacable con el mismo, porque no ha llegado el momento de admirarlo, ya que es un invento demasiado joven, que el tiempo debe pulir y ayudar a madurar. Sus críticas en la revista Romance son útiles para conocer su labor de crítico y su exigente punto de vista sobre el celuloide.


SOBRE EL AUTOR

PEDRO GARCÍA CUETO. Ensayista español (Madrid, 1968). Doctor en filología y licenciado en antropología por la Universidad Nacional de Educación a Distancia (UNED). Docente en educación secundaria en la Comunidad de Madrid. Crítico literario y de cine, colaborador en varias revistas literarias y de cine, autor de dos libros sobre la obra y la vida de Juan Gil-Albert y un libro, La mirada del Mediterráneo, sobre doce poetas valencianos contemporáneos.