En pasado 7 de enero fallecía en Madrid la poeta Angelina Gatell. Sobre su trayectoria literaria, sobre los largos períodos de silencio poético y sobre el reconocimiento crítico y de lectores de sus últimos años escribe la joven poeta Marta López Vilar.
© MARTA LÓPEZ VILAR
Hay voces que son prueba de vida, memoria que late en aquello que somos ahora. Porque hay pasados que nos hacen, lentamente, en silencio. Eso me ocurrió desde que tuve la suerte de poder conocer a la poeta catalana Angelina Gatell (Barcelona, 1926- Madrid, 2017).
Angelina formó parte, por generación, del grupo poético de los 50. Junto a Jaime Gil de Biedma, José Ángel Valente o Claudio Rodríguez también estaba la voz de Angelina. Sin embargo, la poesía escrita por mujeres vivió amordazada durante años, demasiados. Y su poesía no salió indemne de aquella quema. Ella, sin embargo, hizo mucho por intentar dar voz a tantas y tantas voces de mujeres poetas que tenían doble lucha: el de ser mujeres en una sociedad nacionalcatólica que condenaba a la mujer al ámbito del hogar y la sumisión y el de ser poeta y hacer de la poesía un modo de identidad y lucha ante la dictadura criminal. Angelina perteneció a ese grupo de mujeres poetas sepultadas y que mantuvieron su lucha cada día: Ángela Figuera –su poema “Exhortación impertinente a mis hermanas poetisas es una declaración de intenciones-, María Beneyto, Gloria Fuertes, Carmen Conde…
Sí, Angelina luchó, luchó hasta el último momento por ser lo que ella consideraba natural: libre. Siempre decía que “la libertad está contigo y no te la tiene que conceder nadie, la llevas tú”. Por ese principio, escribió y vivió. Eso sentí desde el primer día que la conocí. Y también sentí que esa dignidad era una herencia, una continua semilla que tuvo su tierra en la conciencia. Ella, que vivió la oscuridad donde todo se acaba durante la Guerra Civil, el dolor de los exiliados, la desgarradura de la dictadura, supo que sólo la memoria de los más jóvenes podía mantener viva esa misma dignidad de quien fue “hija de la derrota”. Recuerdo que, hace unos años, me dejó por sorpresa las siguientes palabras: “Intento hacerte llegar unos versos de la que fue mi amiga, escritora y luchadora, Ángela Figuera. Unos versos que son un legado que vosotros, los jóvenes, no debéis olvidar en estos momentos: “Hay que volver a poner /con humilde paciencia / un ladrillo sobre otro”. Ella conocía un pasado roto, pero también veía un pasado roto, sin reparación. Yo no olvido, no olvido ese legado. Y es que la poesía de Angelina Gatell siempre se supo en la memoria, en el reconocimiento de una historia herida que también es nuestra. Pienso ahora en unos versos de su primer libro, Poema del soldado, que obtuvo en 1954 el Premio “Valencia” de Poesía de la Institución Alfonso el Magnánimo: “Sólo sé que nos queda muy abierta la herida, / muy cansada la tierra; / que el silencio reemplaza la canción de otros días; / que los campos se cubren de ceniza y salitre; / que ni el trigo ni el hombre, / ni la rosa ni el árbol, / volverá a ser lo mismo”. Ese final, golpe seco sobre un cristal quebrado, muestra la desgarradura de una guerra, de un instante extinto, donde se habla a un Dios silente que apenas es testigo de un vacío. Ese libro, por ejemplo, nunca entró en un canon de poesía de Posguerra. Ni ese libro ni ninguno suyo ni de sus coetáneas, germinando en la sociedad el gran error de la inexistencia de las mujeres poetas. Carmen Conde editó, en 1954, Poesía femenina viviente en la editorial Arquero. También Carmen Conde, en 1971 publicó Poesía femenina española, con notas de Angelina Gatell, en Bruguera. Todas esas voces, como la de Angelina, fueron devoradas por el silencio atroz del franquismo. Sin embargo, estaban, existían. En 1963, Gatell publica Esa oscura palabra, confieso que uno de los libros que más me han estremecido en mi vida lectora. En esa oscura palabra, que intenta decir y no puede, que se dirige a un hombre que escucha y no habla, impreca una esperanza de futuro que, sin embargo, era incierto –y aún lo sigue siendo, tristemente-. Esa incertidumbre de lo oscuro se traduce en su siguiente libro, Las claudicaciones, de 1969. El título también nos dice mucho: una historia de derrota, de claudicación ante el acontecimiento. Siempre recuerdo los versos finales de su poema “Generación”: “Desde el principio comprendimos / que era imposible la luz nueva. / Sombras tan solo, se apagaba / nuestra hermosura en la tiniebla”.
Yo, que nací después de la muerte del dictador Franco, estudié como se sigue estudiando ahora: con una clara ausencia de mujeres en el canon literario español.
Es ahora cuando reconozco lo tarde que descubrí la poesía de Angelina Gatell. Tras esas Claudicaciones, habría que esperar hasta 2001 para poder encontrar un nuevo libro suyo. Fue gracias la editorial Bartleby que pudimos saber de la determinante poesía de Angelina Gatell. Yo, que nací después de la muerte del dictador Franco, estudié como se sigue estudiando ahora: con una clara ausencia de mujeres en el canon literario español. Eso, unido a la ausencia de sus títulos en las librerías, hizo que tardara tanto en poder encontrarme con la voz de Angelina. Por ello, la labor de Bartleby me ha parecido trascendente. En 2001 editó Los espacios vacíos y Desde el olvido 1948-2000, una antología que recogía todo aquello que surgió durante los años de su supuesto silencio. Hay mucho recuerdo en esas páginas, mucha necesidad de decir y decirnos todo lo que ha desaparecido y aún deambula por su memoria. Su poema “Los espacios vacíos” así nos lo entrega: “En torno a mí, multiplicándose, / los espacios vacíos. // En ellos hubo / racimos/ de cálida dulzura, vaciándose /uva a uva en mi pecho /hasta infundirme / la claridad, el rocío. // Seres, cosas, instantes / donde la aurora hundió sus dedos / y los hizo trasunto de sí misma / y me los fue otorgando /hasta colmarme toda. // ¿Cómo decir / sin herirlos ni herirme / sus nombres tan amados?// […] Y queda así la muerte / de pronto prometida”.
Tras estos espacios vacíos llegó, en 2004, Noticia del tiempo, una colección de sonetos que buscan reconstruir una vida nombrada en la memoria: “Y me puse a vivir aunque muriera. / Vivir. Vivir. El corazón sin brida. / Potro de luz buscando la salida / por si acaso otra vez amaneciera”.
Ya dije que tardé demasiado en descubrir la poesía de Angelina Gatell. Hasta 2011 no sufrí el escalofrío. Fue con la lectura de Cenizas en los labios, editado también en Bartleby –como todo lo que publicó desde 2001-. Cenizas en los labios es un libro de amor, de amor devastado por la guerra y que, sin embargo, permanece. Cuando leemos algo que alguna vez intuimos es aún mayor el desconcierto por no haberlo conocido antes. “Hoy hace día de comer lentejas. / No sé si es por la lluvia / o por la soledad. O quizá por eso / que llamamos memoria, / viejo palacio en ruinas que aún me salva / de la nada absoluta /cuando más gris se pone la mañana, / más culpable el olvido, / y me siento tan lejos de mí misma / que es inútil llamarme”. Cómo no estremecerse. Cómo no encontrar el temblor dentro. Reseñé este libro de Angelina en la revista electrónica Ojos de papel. Ella, a los pocos días, me escribió emocionada y con ese agradecimiento tan suyo. Pocas personas sabían agradecer las cosas como ella, de manera tan conmovedora: “quiero comentarte mi asombro ante tu compenetración con la temática, el ambiente, la situación , el dolor de una época que tú no has vivido -afortunadamente- y creo que es, en efecto, lo que está siempre latente en el fondo de mi poesía, de toda mi poesía. Me sorprende también que, separadas por tantos años, hayamos confluido, digamos, en un «clima» poético donde la «temperatura» del idioma y del tiempo son, con frecuencia, barreras insalvables”. Quizás la buena poesía logre esas cosas: traer a las manos del presente lo que el otro vivió. Tras a buena poesía, el otro somos nosotros. Eso ocurre con su poesía. Nos conocimos personalmente unos meses más tarde de aquellas palabras. Era una mañana de primavera en la que vi a una mujer de aspecto frágil y mirada que sabía muy bien lo que era vivir. Había mucha vida clara en ella. Tuvimos más encuentros posteriores y todos igual de estremecedores. Nunca podré olvidar aquel momento en el que intervine junto a Angelina Gatell y Francisca Aguirre en un homenaje a Antonio Machado. Escucharlas mostrar esa herida era ejemplo de vida y dignidad; ambas cosas tan necesarias hoy en día en este país de olvidos y no reparación. “Hasta que muera seguiré muriendo / de la ignominia aquella”, rezan los últimos dos versos de su poema “Memoria”, de sus Poemas últimos, aún inéditos.
Tras Cenizas en los labios sé que yo me convertí en alguien distinto, también tras conocerla. La poesía de Angelina dio luz a su silencio y al de tantas mujeres que atravesaron este triste país llamado España –y que ella se encargó de dar voz con su antología de 2006 Mujer que soy. La voz femenina en la poesía social y testimonial de los años cincuenta-.
La poesía publicada de Angelina Gatell concluye con En soledad, con ella. Antología 1948-2015 y La oscura voz del cisne, en 2015, ambos en Bartleby. Pero su poesía no acaba ahí, como tampoco acabó su vida el 7 de enero de este 2017. Al leerla, tan necesariamente, sabemos que en ese instante empieza en nosotros otra memoria, otra primavera. Sigamos con Angelina aquí, en poesía; sigamos reconociendo los contornos de los días aunque sea en soledad, pero con ella.
SOBRE LA AUTORA
MARTA LÓPEZ VILAR (Madrid, 1978) es doctora en Filología Española por la Universidad Autónoma de Madrid. Su libro De sombras y sombreros olvidados obtuvo en 2003 el premio “Blas de Otero” de poesía (Madrid, Amargord, 2007). En 2007 ganó el premio “Arte Joven de Poesía” de la Comunidad de Madrid por el libro La palabra esperada (Madrid, Hiperión, 2007). En 2016 publicó su tercer libro de poemas titulado En las aguas de octubre (Madrid, Bartleby, 2016). Sus poemas figuran en diversas antologías españolas y extranjeras y han sido traducidos al italiano, portugués y húngaro. Asimismo, es autora de la edición del libro (Tras)lúcidas. Poesía escrita por mujeres (1980-2016) (Madrid, Bartleby, 2016). Como traductora de literatura ha realizado la edición y traducción de los libros Dos viajes al más allá (Madrid, ELR Ediciones, 2005), Elegías de Bierville de Carles Riba (Madrid, Libros del Aire, 2011) y Por la carretera de Sintra. Antología de poesía portuguesa contemporánea (Palma de Mallorca, La Lucerna, 2015). Ha traducido a autores portugueses y poesía catalana y griega contemporánea en revistas como Salamandria, El Alambique, Hache o Revista Áurea. Ha publicado artículos y reseñas de su especialidad en diversas revistas científicas y literarias.