Literatura y siglo XXI | Reflexión sobre su presencia en los medios y en la educación

El autor aborda en este artículo una ácida crítica a la sociedad mediática del siglo XXI a partir de su práctica ausencia en televisión y del debilitamiento de las Humanidades en los planes de estudio.
© LUIS MARTÍNEZ DE MINGO

Primera observación: aspirar a decir algo preciso bajo este epígrafe se antoja osadía y al cabo de ciertos años cada vez se revela con más claridad aquella frase del Conde de Villamediana: “Obediencia me guía y no osadía”. Como esto suena a prevención, nos dispondremos ya a hacer parapente.

No es una ocurrencia más, pretende ser una catacresis. Y es que la posición que ocupa la literatura en nuestra sociedad se podría ver a través de la importancia que le da la televisión en los últimos 30 años. Desde aquellos “A fondo” de Joaquín Soler Serrano, pasando por “La clave” de Balbín, que a veces también era literaria, Sánchez-Dragó, tanto en TVE como luego en Telemadrid, y ahora ya “Pagina 2”, en la 2, en horarios de muy baja audiencia y en medio de centenares de cadenas. Sin ánimo de caer en la nostalgia: “No acudiré nunca a la cita feroz de la nostalgia”, hemos pasado del respeto a la palabra escrita a algo así como la terapia ocupacional. Ya hace mucho que se repite aquello de que a la filosofía la devoró la ética, a la ética la política/la ley); a la política la economía y a ésta el libre mercado del turbo-liberalismo. De nada vale que Gustavo Bueno, prendido histéricamente  a la etimología y a la gnoseología, se autoproclamase el último filósofo. La filosofía quedó muy malherida con la muerte de Dios y Wittgenstein; luego se diluyó en distintas islas. Con todo lo que hoy se sabe de los iones y de la antimateria, valga un libro de divulgación que remite a otros muchos [1], pretender explicar el mundo a base de gnoseología es como confundir la etiqueta “pimienta” con lo que hay dentro del tarro.

Quizá para abordar un poco todo esto quepa plantear algunos problemas que le atañen de lleno. Primero, no parece tema baladí el tratamiento que los políticos le dan a las humanidades en los planes de estudios. No hace mucho el entonces ministro José Ignacio Werth señaló como prioridad que había que formar alumnos competitivos, alumnos que eligieran carrera según las expectativas del mercado, no según su vocación. En la misma dirección va la eliminación de la filosofía y de las horas de ciencias y su sustitución por materias instrumentales: informática, robótica, economía –según se da en Enseñanzas Medias-, diseño, etc. Hasta casi el final del siglo pasado, éste que suscribe propiciaba encuentros literarios con sus alumnos: Alberti –en 1983-, Torrente Ballester, Martín Gaite, Caballero Bonald, Claudio Rodríguez, etc., precisamente porque podían caer en selectividad. Se les estudiaba primero y ellos mismos les entrevistaban. Ahora aquel tiempo es para la economía de mercado: turbo-liberalismo. Eso de que hoy faltan líderes políticos, que repite todo quisque, es una solemne tontería. Están a la altura de las circunstancias: el mundo lo rigen las multinacionales. De ahí el siguiente tópico: “Los jóvenes de hoy están más preparados que nunca”. Claro, para esta sociedad. De Cervantes, de Machado, de Musil, de Mann cada día saben menos. Hace ya mucho que los empezaron a sustituir por Bob Dylan, Joaquín Sabina y Mecano. ¿Saben muchos jóvenes la distancia que hay de Poeta en Nueva York a Bob Dylan? Alguien ha dicho, a propósito del último Nobel que lo único que tienen en común Bob Dylan y Rimbaud es el nombre de su guitarra, y es que alguna responsabilidad tienen también los de la academia sueca cuando les conceden el premio a un político, Churchill, a un dramaturgo bufón, Darío Fo, a la periodista del año pasado y a un cantautor. Ya dijo Borges que, por más vueltas que se le dé, en literatura los temas importantes son muy pocos, la soledad, la amistad, el amor y la muerte, precisamente los mismos de los que tratan las canciones del último Premio Nobel. Si cualquier persona culta quiere saber sobre esos universales, pregunto, ¿a quién recurrirá a Quevedo, Machado, Shakespeare, o al autor de “Blonde on Blonde”?

“Los jóvenes de hoy están más preparados que nunca”. Claro, para esta sociedad. De Cervantes, de Machado, de Musil, de Mann cada día saben menos

Imagen de los años 60 en el metro: lectura de prensa en papel

Hasta los años ochenta imperaba la literatura experimental, compleja y llena de estratos, como el ser humano. En las hemerotecas hay un número de la revista Camp de l´arpa –julio de 1979: “La narración sigue contando”- en el que Savater, Azúa, Torres Oliver, Javier Marías, etc., reivindicaban el contar bien historias, sin más, frente a tanto experimentalismo. Stevenson y Mark Twain, nada menos, frente a tanto Joyce, Musil y Hermann Broch. Reivindicaban la liviandad. Todo el mundo sabe que el gran siglo de la literatura va de la segunda mitad del XIX a la primera del XX, final de la II Guerra mundial, con flecos, claro, como dicen los políticos. Luego se va imponiendo el cine y ahora sólo tenemos espectáculo: los deportes, las series y los selfies. Hasta esos años todavía coleaban escritores-artistas que soñaban con la gran obra, objetos hoy de exposiciones: Buero Vallejo, Antonio Saura o Marcel Broodthaers, actualmente en el Reina Sofía. De ahí, poco a poco, se fue derivando hacia la literatura de género: antes erótico, luego policiaco, fantástico, esotérico, romántico y, claro, como objetivo final, el best-sellerismo: lo buscan las editoriales para poder sobrevivir [2]. De ahí los premios, de los que recela ya todo lector (un tercio de la población no lee nunca un libro). El Planeta se da por encargo, te dice cualquiera (véase el último, concedido al “fenómeno” Dolores Redondo) pero es que, por ejemplo, en 2015 el Nadal, el Anagrama y el Biblioteca Breve recayeron en autores de las respectivas editoriales, y sigue este año. Lo saben muy las agentes literarias, que para eso han venido. Ocurre al unísono, que cuando surge un fenómeno como el de Roberto Bolaño se hincha hasta la extenuación. Como muy bien ha inquirido Alberto Olmos, el que fue finalista cuando ganó el Premio Herralde en 1998, “¿dónde estaban entonces todos los que dicen ahora que es un genio absoluto? Creo que 2666 es un disparate”[3].

Luego quedan las redes. Claro que ahí todo el que quiera puede publicar e incluso auto-editarse pero, claro, eso es la plaza pública. El que tiene un mínimo de pudor y estima por su gusto, se abstiene. Eso es un galimatías, es el caso del tonto y la tiza: salen poetas y escritores hasta debajo de las piedras pero ahí se quedan para siempre jamás. Es lo que tiene la  alfabetización masiva. Ante semejante panorama, cuando se editan libros importantes, que los sigue habiendo, caen al torrente como los lemmings desde el precipicio. Me arriesgaré: Limonov, de Carrère; El hombre que amaba a los perros, de Padura, Días felices en el infierno, de Faludy, El compromiso, de Dovlâtov, no los detecta el público porque no se ha formado el gusto. Eso se cultiva en la enseñanza media –uno es de donde ha hecho el bachillerato-, leyendo suplementos o revistas literarias que nadie compra, Qué leer, Turia, Clarín, o en los llamados talleres literarios; ahí sí, pero ojo, enseñan lo que está mal, nunca lo que hay que hacer para ser un genio: lo harían ellos. El problema es que para detectar esos libros hay que tener un mínimo de criterio porque, de lo contrario, ocurre lo de las aberraciones lingüísticas de cada día: “ciclistamente hablando”, “frutas a comer y vinos a beber”, “de motu propia”. Si no se sabe que son monstruosidades, se repiten y a seguir: como lo ha dicho la tele… Otro factor que aumenta el ruido es que, como dice Manuel Vicent, ahora todo el que triunfa en algo escribe un libro: verbigracia, seis millones de libras lleva recaudadas Wayne Rooney con los suyos.

En fin, que los tiempos tañen según la lira (la tele).  Es lo que va de “A fondo” a “Pagina 2”; en medio quedan Sánchez-Dragó y Balbín.

[1] Un universo de la nada. Lawrence M. Krauss. Pasado & Presente, Barcelona, 2013.
[2] Parece muy ocurrente, a propósito, la perífrasis que ha usado Francisco Rico para referirse a su colega de Academia, “alatristemente célebre productor de best sellers” en la reciente polémica que han sostenido en los medios
[3] El Confidencial.  4/10/2016.  “Bolaño y yo. La historia jamás contada”.


SOBRE EL AUTOR

LUIS MARTÍNEZ DE MINGO es riojano (1948). Empezó escribiendo poesía: Cauces del engaño, Ámbito, Barcelona, 1978. Luego vinieron unos cuentos, Bestiario del corazón, Madrid, 1994: Cuatro ediciones y varios premiados. Con la novela El perro de Dostoievski, Muchnik. Barcelona, 2001, llegó a finalista del Nadal. Ha editado de todo. Premio de novela corta con Pintar al monstruo, Verbum, Madrid, 2007, lo último ha sido un dietario, Pienso para perros, Renacimiento, Sevilla, 2014 y La reina de los sables, Madrid, 2015.