Blas de Otero, Pere Gimferrer y Antonio Martínez Sarrión en los años inciertos

El profesor y ensayista de la Universidad del País Vasco, profundo conocedor de la poesía española contemporánea, aborda aspectos poco conocidos de la relación entre las obras poéticas de algunos novísimos y la de Blas de Otero. Un enfoque novedoso que enriquece nuestra perspectiva en el centenario de su nacimiento.
© JUAN JOSÉ LANZ

“Si algún poeta de mi admiración alcanzó a tener un aura mítica, ése fue Blas de Otero, a fines de los cincuenta”. Así evoca sus recuerdos del poeta bilbaíno Antonio Martínez Sarrión en Jazz y días de lluvia. Para aquellos jóvenes que tenían en torno a veinte años a comienzos de los años sesenta, la figura de Blas de Otero tenía esa “aura mítica” de los grandes escritores; escondido, casi clandestino, viajando por medio mundo y citando en sus poemas los nombres exóticos y cargados de prestigio de las grandes figuras de las revoluciones contemporáneas, tal como aparecían en Que trata de España (1964), su libro más internacional en aquellos momentos y que solo parcialmente había podido publicarse en España. Y es que los libros de Blas de Otero tropezaban en esos años constantemente con la censura, después de la aparición de Pido la paz y la palabra (1955) y Ancia (1958): En castellano se había publicado en París y en México, Esto no es un libro (1963), en Puerto Rico, Que trata de España (1964), en París y en La Habana. Pero su testimonio no faltaba en algunos libros colectivos fundamentales para definir ese momento; no sólo pienso en las antologías de José María Castellet, Veinte años de poesía española (1960) y Un cuarto de siglo de poesía española (1964), sino en libros como España canta a Cuba (1962) y Versos para Antonio Machado (1962), publicados por Ruedo Ibérico en París, o en el Homenaje a Vicente Aleixandre (1964) publicado por El Bardo, donde coincide con algunos de los poetas más jóvenes, como Manuel Vázquez Montalbán o José-Miguel Ullán. Y tampoco faltan sus poemas en esos años en revistas como Ínsula, Revista de Occidente o Papeles de Son Armadans. Mientras tanto, Otero, que ha vivido en París en 1952, que vivirá en Barcelona entre 1956 y 1959 en contacto constante con José Agustín Goytisolo, Jaime Gil de Biedma, Carlos Barral, etc. (allí “Ruando”, como un “camarada / de la calle”, “Tardes de Barcelona, / ruando por el barrio / de San Antonio”, con el periodista Ramón Amposta, padre de Beatriz Amposta, que sería novia de Alberti en Roma y dedicataria de su libro Amor en vilo), viaja en esos años a la URSS y a China (“para orientarme”, siguiendo los pasos de Alberti y María Teresa León) en 1960, a París (1960-1961, 1963), a Cuba (1964) y de nuevo a la URSS en 1965, para volver de nuevo a Cuba hasta 1968, en que regresa a España instalándose en Madrid. En esos años consolida su obra la solidaridad entre Poesía e Historia, que dará título a uno de sus libros inéditos a su muerte; se convierte en ese “vagamundo con las ropas deshilachadas” de que hablará en su poema dedicado a León Felipe; “El vagamundo” se titulará una de las secciones de Historias fingidas y verdaderas escrita en Cuba.

blas-de-otero-rdlEl nombre de Blas de Otero es inevitable en esos años en las poéticas de los nuevos autores. No hay más que repasar las declaraciones de los poetas en antologías como Poesía última (1963), de Francisco Ribes, o Antología de la nueva poesía española (1968), de José Batlló, para comprobar que, junto a los de Machado y Aleixandre, el de Otero es uno de los nombres más citados por los autores allí antologados; Batlló recordará que a los poetas que comienzan a darse a conocer entre 1955-1960 se les llegaría a denominar como “hijos de Blas de Otero”, por el desarrollo de la poética social consolidada en los textos del bilbaíno entre 1955 y 1964. Pero el influjo oteriano llegaba también a los más jóvenes poetas. Y no solo pienso en los autores de la leonesa Claraboya, afines al realismo dialéctico tan cercano a algunas composiciones oterianas, o en algún libro inicial, como los de José María Álvarez o José-Miguel Ullán, sino en proyectos mucho más consolidados, como Una educación sentimental (1967), de Manuel Vázquez Montalbán, donde la presencia del bilbaíno es determinante en la conformación del mundo referencial. Y es que, como recordaba Martínez Sarrión, y creo que su ejemplo resulta extrapolable a buena parte de los jóvenes poetas de entonces, “llegué a recitar de memoria de pe a pa su Pido la paz y la palabra, mágico libro que tenía por sagrado”.

BLAS DE OTERO Y NUEVE NOVÍSIMOS

Por eso resulta más extraño que, cuando en 1970, Castellet lance una nueva hornada de poetas, en su antología Nueve novísimos poetas españoles, con una decidida voluntad rupturista (se trataba –confesaría años más tarde– de que “la obra de los que habían sido seleccionados proyectara una ruptura […] en términos de transición política española”), siguiendo en muchos casos la guía de Pere Gimferrer, el nombre de Blas de Otero apenas se mencione en esas páginas, salvo una referencia en “Arte poética” de Vázquez Montalbán: “austero pasa Blas de Otero”. Y es que quizá, como señalaría Juan Antonio Masoliver Ródenas en un comentario a la antología publicado en La Vanguardia, “Dentro de esa sorprendente cautela no se atreve a decir que la polémica de los novísimos se centra contra Blas de Otero y contra el aspecto social de Machado”. Sin embargo, no creo que fuera exacto el juicio. Tal como apuntaba un reseñista de la época, y aunque algún otro se imaginara a alguno de los novísimos zahiriendo a tutiplén a oterazos y celayazos, “tampoco nadie defiende a capa y espada los modelos en boga cuando el llamado social-realismo, de cuyo auge el mismo Castellet no está exento de responsabilidad”. Ni tan siquiera los propios poetas sociales, cuya obra discurría ya por cauces bien distintos, si no de lo social, sí al menos del realismo más acartonado, pese a que como narra Martínez Sarrión, el propio Celaya espetara a Otero, ante la presencia del castelletiano: “Aquí los tienes, Blas. Estos mozos parece que están decididos a ponernos fuera de circulación”. No, solo ojos muy miopes (y los de Celaya no lo eran en absoluto) podían ver las nuevas propuestas estéticas como la voluntad de poner “fuera de circulación” a los poetas precedentes más importantes, solo una mirada miope podía obviar lo que de admiración por los viejos maestros había en las nuevas poéticas; a lo sumo lo que se trataba de poner “fuera de circulación” era la caterva de poetastros que bajo el manto de la poesía como “testimonio” y de “las buenas intenciones”, como en la novela de Max Aub, habían hallado un cobijo para sus malos versos. De ello, lógicamente, no eran culpables ni Otero, ni Celaya, ni tampoco Ángel González, Gil de Biedma o el propio Castellet, del mismo modo que ni Lorca ni Alberti habían sido culpables de las canciones de Rafael de León o de los ripios de José María Pemán.

LA CRISIS ESTÉTICA DE LA POESÍA SOCIAL

antonio-martinez-sarrionEl propio Castellet ya había sido bien consciente de la estrechez de miras de sus propuestas realistas a finales de 1963, al celebrarse en Madrid el seminario “Realismo y realidad en la literatura contemporánea”. Por esas fechas, José Ángel Valente denunciaba el “formalismo temático” de la poesía social y Gil de Biedma escribía para el semanario neoyorquino The Nation “Carta de España (o todo era nochevieja en nuestra literatura al comenzar 1965” donde anunciaba: “No sería extraño que dentro de muy poco se desencadenase una intrigante reacción contra la literatura social que ha predominado […] durante los últimos quince años”. No había más que echar un vistazo a las propuestas estéticas de los Ocho poetas españoles antologados por Rubén Vela en 1965, para darse cuenta del proceso de cambio que se estaba sufriendo y que se plasmaría en “la traición de los poetas sociales”, por decirlo con titular sonoro de la época. Y es que algo estaba cambiando en la poesía española como ponían de relieve no solo los libros de los autores más jóvenes, sino también el ejemplo de los mayores: En un vasto dominio, de Vicente Aleixandre; Invasión de la realidad, de Carlos Bousoño; o Libro de las alucinaciones, de José Hierro, “lo más parecido a Eliot que se haya escrito en castellano”, en palabras de un jovencísimo Gimferrer. Sin duda, estos años suponen la adquisición de una conciencia crítica de los efectos negativos que habían ejercido sobre la poesía reciente dos principios fundamentales: el dogmatismo temático que pretendía imponer la poesía social-realista; el superficial entendimiento de la concepción de la poesía como modo de comunicación y su sustitución por una concepción cognoscitiva. No es extraño así que a la altura de 1971 Gimferrer, analizando el panorama desde 1939, sentencie: “La mayoría de poetas españoles han hecho un arte […] de no decir absolutamente nada, ni respecto a la realidad, ni respecto al lenguaje. […] urge un replanteamiento poético de la realidad”.

En estos años el “vagamundo” Blas de Otero va recorriendo el mundo a la par que escribe, entre 1960 y 1968, los poemas de Poesía e Historia, algunos de los cuales se incorporan a Que trata de España, y que resultan centrales para comprender la evolución poética que ha emprendido el bilbaíno, el progresivo abandono de las estructuras del social-realismo avanzando hacia una perspectiva dialéctica, cambiante, que atiende a la fragmentación del texto, a los elementos oníricos, siempre presentes en su poesía, a la disolución del sujeto poético, a la experimentación y renovación formales constantes, etc. En 1966 comienza a escribir en Cuba sus prosas para Historias fingidas y verdaderas. Todos esos elementos, junto con la relectura intensa de Rimbaud y Baudelaire, de los autores surrealistas franceses y españoles (siempre admirador de Alberti y Lorca), de Poe, la atención a las nuevas formas expresivas, a la música pop, etc. van a ir tejiendo el tapiz sobre el que se desarrollará a su vuelta definitiva a España, a fines de abril de 1968, una de las etapas más fructíferas de su obra, conformada por los poemas recogidos en Hojas de Madrid con La galerna.

NUEVOS HORIZONTES A PRINCIPIOS DE LOS SETENTA

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Manuel Vázquez Montalbán, el novísimo «más social»

Martínez Sarrión recuerda su encuentro personal con el poeta en 1965, en uno de los cursos de verano de la Universidad Internacional Menéndez Pelayo, en Santander, en una temporada en que Otero vuelve a vivir en Bilbao, como paréntesis de su estancia cubana. Años más tarde, cuando el poeta se instale definitivamente en Madrid, junto a Sabina de la Cruz, coincidiría con el novísimo en diversas ocasiones memorables: en el homenaje que se ofreció a Herrera Petere a su regreso momentáneo del exilio en 1972, en la sede de la editorial Turner en Madrid; en la entrega del carnet del PCE en 1977, etc. Pero, sin duda, hay dos momentos que destacan entrañables, de los que ha quedado testimonio escrito. A fines de 1970, con la intención de publicar un número extraordinario sobre “Literatura española a treinta años del siglo XXI”, la revista Cuadernos para el diálogo organiza una serie de mesas redondas en torno a los distintos géneros; en la dedicada a poesía, coordinada por Carlos Bousoño, se encuentran Gabriel Celaya, Ángel González, José Hierro, Blas de Otero, Luis Rosales y Martínez Sarrión. En el debate, surgen referencias a la importancia del irracionalismo poético o de la revolución cultural que trae el pop para la renovación de la poesía contemporánea; Sarrión, que, escéptico e irónico, por esas fechas escribe “De la inutilidad de conspirar en librerías de viejo”, apunta el riesgo de caer en el populismo por parte de la poesía social y reivindica la importancia de la nueva música como vehículo de comunicación: “la poesía escrita, cuando no es plagio y fatiga, es ya rizar el rizo”. Es el “Ritual de los apocalípticos”, por decirlo con otro título de Pautas para conjurados (1970). Otero, por su parte, denuncia el uso mimético del irracionalismo de los poetas “que figuran en cierta antología que apareció recientemente en Barcelona”, y apunta a la existencia de otra tendencia poética “basada en la crítica o […] en el rechazo del sistema […] utilizando sobre todo la ironía y el sarcasmo”. Pero ni estética ni ideológicamente estaban tan alejadas las posturas poéticas de Otero y el autor de Teatro de operaciones (1967) (el quiebro constante de la lógica, la imagen sorprendente y onírica, la sequedad del verso, la actitud crítica ante la situación social, el dejo vallejiano de “fórmulas rotas”, etc.), así que cuando este último, en colaboración con José Esteban y Jesús Munárriz, lance en enero de 1974 la revista La ilustración poética española e iberoamericana, no dudará en acudir a la casa del bilbaíno en el Barrio Blanco de Madrid, para pedirle colaboración en la nueva publicación; Blas le entrega, junto con un ejemplar dedicado de Expresión y reunión, dos poemas, “Buenas noches” y “Tiempo”, en los que junto a referencias a los Beatles y Bob Dylan (“escucho a Bob Dylan me hundo en el fondo del subconsciente”) aparece la voz más característica del poeta. Aún volvería a publicar en La ilustra en enero de 1976, muerto Franco, uno de los poemas de amor más destacados de su última etapa: “Tu vientre y otros resabios”. Sarrión recordaba cómo en aquel encuentro, Blas mostró mucho interés por la poesía de Félix de Azúa, que quizás, por lo elíptica, sobre todo en Edgar en Stéphane (1971) y en Lengua de cal (1972), le recordaba a la suya.

BLAS DE OTERO Y PERE GIMFERRER

gimferrerPor su parte, desde hace muchos años, sin compartir completamente su perspectiva religioso-existencial o política, Pere Gimferrer viene reivindicando la poesía de Blas de Otero y subrayando la importancia de su dimensión cívica, ejemplar y necesaria en la situación histórica que vivimos. La atención en sus poemas a los acontecimientos de la historia reciente hizo patente en su obra una veta de poesía cívica que muestra una tradición deudora de Alberti, Neruda o Blas de Otero. Es cierto que en sus poemas de los años sesenta aparecían referencias al Che o a la guerra de Vietnam, coincidiendo con muchos de los iconos de la poesía protestataria del momento, y hay una cierta actitud crítica en muchos poemas de Arde el mar y en manifestaciones poéticas del momento, pero fueron sin duda los versos referidos a Felipe González en Mascarada (1996) (“Soy insumiso a este gobierno”) y más aún la sección “El césped enrojecido” de El diamante en el agua (2000), con poemas como “Por Sarajevo”, “Banderas” o “Inscripción”, dedicado a Lasa y Zabala, los que descubrieron esa veta cívica que enlaza con la poesía de Blas de Otero, que el poeta catalán ha reivindicado. Lasa y Zabala volverán a aparecer en los versos de Alma Venus (2012), igual que el Che, a la par que la denuncia de la corrupción política, referencias al caso Palma Arena, al espía Paesa, al devenir de una Europa en crisis humanista, y sobre todo la denuncia de la degradación del lenguaje en manos de los políticos; de nuevo, ahí, aparece el ejemplo de Blas de Otero como modelo de reivindicación de la dignidad de la palabra poética: “Muerte de Blas de Otero al sol del estío: / la dignidad de la palabra en pie”. Es la dignidad del lenguaje la lucha cívica que ha de perseguir la palabra poética, como muestran los libros siguientes Per riguardo (2014) y El castillo de la pureza (2014); y el ejemplo de Blas de Otero resulta fundamental. En su más reciente libro en castellano, No en mis días (2016), las referencias directas o indirectas al poeta bilbaíno aparecen en varios textos. Así, en el primer poema de ese libro, titulado “El Leteo”, se cita el verso de Pido la paz y la palabra, “Me llamarán, nos llamarán a todos”. Y en “Embarras de richesse” se lee este comienzo claramente autorreferencial: “El alanceador de clavellinas / quiso tener por voz el oleaje bronco de Blas de Otero, / la llambria en llaga como espuma y fuego”. “Elegía” se abre con unos versos de “Lo feo”, de Ancia (1958), y en “La muchacha y la moaxaja” se evoca el verso de resonancia popular “Rememóranme de mora” que menciona Blas de Otero en “Pero los ramos son alegres”, de Que trata de España (1964).

Varias veces ha recordado Gimferrer el papel tan importante que desempeñó en su iniciación poética de niño el padre escolapio Ramón Castelltort, él mismo poeta y escritor; fue el padre Castelltort quien le prestó Redoble de conciencia (1951), que el joven Gimferrer llegó a copiar a mano después de haberlo leído y releído. Como recordará también en Itinerario de un escritor, cuando en 1958 se produce “la encrucijada”, con doce o trece años, en que el poeta adolescente comienza a escribir sus primeros poemas, a la par que descubre a Rubén Darío, el panorama de la poesía más actual le resulta de “un desinterés absoluto”; “la única excepción –escribe Gimferrer en 1989– era […] Blas de Otero, que era realmente un gran poeta, como lo demostró en los libros que publicó en aquellos años”. Treinta años después, aún recordaba Gimferrer que, Ancia, un libro recién publicado entonces, que adquirió y leyó a los trece años, “donde –confesará años más tarde– había una angustia existencial que quizá no me marcó”, “se vendía exactamente a 95 pesetas, un precio muy elevado para la época”; efectivamente, precio elevado si tenemos en cuenta que Pido la paz y la palabra, publicado tres años antes, se vendía a 25 pesetas. Es, no obstante, la influencia de Aleixandre, Cernuda, Pound, Eliot, Paz o Saint-John Perse la que guía los primeros libros éditos e inéditos del poeta catalán, Malienus, Mensaje del Tetrarca (1963) y Arde el mar (1966), de cuya primera edición se cumplen ahora cincuenta años y con el que conseguirá el Premio Nacional de Poesía. El título de este último tiene un indudable eco albertiano, como indica la cita que lo abre, procedente de Marinero en tierra: “¡Ardiendo está todo el mar!”. Pero es en “Poeta”, uno de los textos de Blas de Otero incluidos en 1948 en Poemas para el hombre, publicados en la revista donostiarra Egan, donde aparece el mismo sintagma utilizado por Gimferrer:

Aquí: cantil de Dios y costa mía
–mi costado– arde el mar, cruje, crepita,
como un grito de Dios bajo mi pecho.
Podéis tocarlos con los dedos: eso,
fuera de mí, hago yo:
pero por dentro.

No sé si el joven poeta barcelonés conocería en 1966 ese poema de Otero, no recogido posteriormente, aunque comentado, entre otros, por Gerardo Diego y Emilio Alarcos; es poco probable. Sin embargo, la coincidencia en la configuración imaginativa, de violenta fuerza y raíz místico-onírica, creo que revela una cierta concepción poética común en Alberti, Otero y Gimferrer, o al menos una proximidad en cuanto a los elementos fundamentales en la construcción del poema: la imagen verbalizada visualizable, la impronta onírica, la raigambre barroca, etc.

Cuando en octubre de 1970, con motivo de la publicación de Historias fingidas y verdaderas, Eduardo G. Rico entrevista a Blas de Otero para la revista Triunfo y le pregunta por los jóvenes autores, el poeta bilbaíno responde sin ambages: “opino que Gimferrer tal vez sea el más dotado; la figura de Ana María Moix me parece de excepción, no solo en sus poemas, sino en especial en su extraordinaria novela Julia”. Y en 1973, entrevistado en Santander y preguntado por la poesía española reciente, es de nuevo contundente en su respuesta: “Tiene grandes facultades Pedro Gimferrer”. Su opinión no podía ser más clara.

Resulta evidente que la línea de la mejor tradición poética contemporánea mostraba su continuidad, a pesar del ruido de salón. Tal como declaraba Blas de Otero en aquellos años: “Los jóvenes empiezan por rechazar lo anterior (cosa que me parece muy bien) y eso es lo que está sucediendo en la poesía española. Creo que se debe empezar por aprender lo anterior válido y hay que continuar con una segunda parte, y esto es lo más difícil: construir algo nuevo”.


EL AUTOR

JUAN JOSÉ LANZ RIVERA (Bilbao, 1963), doctor por la Universidad Complutense de Madrid, es Profesor Titular de Literatura Española en la Universidad del País Vasco y ha sido Profesor Visitante en The University of Sheffield. Ha editado a Juan Ramón Jiménez, Miguel Mihura, Diego Jesús Jiménez y Luis Alberto de Cuenca. Es autor, entre otros, de los siguientes libros: Temas principales en «Los heraldos negros», de César Vallejo (1990), La poesía de Luis Alberto de Cuenca (1991), La luz inextinguible. (Ensayos sobre Literatura Vasca Actual) (1993), La llama en el laberinto. (Poesía y poética en la generación del 68) (1994), «Marejada»: Historia de una revista y de un grupo literario gaditano (1996; en colab. con Juan José Téllez Rubio), Antología de la poesía española (1960-1975) (1997), Introducción al estudio de la generación poética española de 1968 (2000), Unamuno, Otero, Aresti (2003; en colab. con Jon Kortazar), La revista «Claraboya» (1963-1968). Un episodio fundamental en la renovación poética de los años sesenta (2005), La poesía española durante la Transición y la generación de la democracia (2007), Fablas. Revista de poesía y crítica (2007) y Páginas del 68. Revistas poéticas juveniles, 1962-1977 (2007).