Desde su contrastada experiencia como autor y editor, Antonio Rivero Taravillo critica la creciente banalización de la poesía y la apropiación del género por quienes no lo practican.
© ANTONIO RIVERO TARAVILLO
Tenía uno al lado de casa la sucursal sevillana de FNAC, ahora trasladada a un centro comercial debido a la presión inmobiliaria que elimina comercios de los centros de las ciudades. No era una gran librería, claro, pero me asomaba allí con frecuencia, y desde su apertura pude ver cómo, al igual que los edificios de apartamentos y nuevos hoteles vampirizan los cascos históricos, la sección de poesía iba poco a poco mudando en un plantel de naderías de cierta vistosidad. El fenómeno fue parejo al del aterrizaje de esos libros leves, pero cargados de plomo para el degustador de verdadera poesía, en las listas de más vendidos: nombres que se han ido repitiendo de forma insistente y han ido copando las listas hasta el punto de que hasta fecha reciente era posible hallar a poetas que resistían numantinamente la invasión, pero ya no, o solo como excepción que confirma la regla. A mediados de enero la clasificación de uno de los más importantes suplementos culturales publicaba diez títulos que, aunque encuadrados bajo el epígrafe “Poesía”, tienen en verdad muy poco de ella.
No cabe duda de que este tipo de libros no deberían entrar en la categoría de poesía ni, en consecuencia, formar parte de ninguna lista de más vendidos en el género
Naturalmente, no hace falta adquirir un ejemplar de esos libros para ver de qué se tratan. Basta hojear unas páginas. Resumidamente, se puede decir que son desahogos liricoides, redacciones prolijas con temas de problemática adolescente, piezas sensibleras que a veces se escoran hacia algunos atrevimientos supuestamente rompedores. Esto podría dar a entender que son contenidos de baja calidad, y es cierto que esta es escasa en lo poético, pero no menos cierto es que son productos comerciales bien confeccionados para apelar a determinado tipo de público. Hay autores y autoras (un buen puñado de ellas) que le han cogido el tranquillo a este tipo de libro, de modo que incluyen en la fórmula, como en las muy artificiales hamburguesas y las salsas que las acompañan, elementos adictivos y con potenciadores del sabor. Y disfrazados en el envoltorio del verso.
En estos productos que en otras ocasiones he calificado de «subprosa» (por ser meros renglones cortados arbitrariamente sin la calidad de una prosa cuidada) brillan por su ausencia el ritmo, el conocimiento de la tradición, la arquitectura versal o estrófica, la elipsis, la contención, el vuelo metafórico, la observación de la naturalidad, la reflexión. De todo esto carece esto que se etiqueta como poesía. Y aunque es cierto que son rasgos que faltan también en los escritos de los malos poetas, que también los hay, y muchos (cada vez con más facilidad de publicar, pero eso ya es otro tema), están ausentes de forma clamorosa y prácticamente unánime en los libros de estos jóvenes, aunque alguno –grosería de la edad– ya empieza a ser talludo y suma tantos años como decenas de miles ejemplares vendidos.
No cabe duda de que este tipo de libros no deberían entrar en la categoría de poesía ni, en consecuencia, formar parte de ninguna lista de más vendidos en el género; entre otras razones, porque su público no lee ni por casualidad los suplementos y, de hacerlo, podría malinterpretar como prescriptivo lo que no es sino muy deficiente y más vale evitar. Es más, lo mejor sería quizá que no se publicaran estas listas por lo que respecta a la poesía, dadas sus escasas ventas que convierten casi en oxímoron el sintagma “libros más vendidos de poesía”. Bien es verdad que, cuando son libros de poesía genuina los que integran la nómina, esta puede servir de escaparate para algún lector interesado en elegir un libro dentro de la elevadísima cantidad de títulos que se publican.
Sucede, es verdad también, que cualquier lista de más vendidos incluye salvo excepciones creaciones de baja calidad, ya sean discos, películas o novelas. El concepto best-seller ya de por sí delata un compromiso con los gustos generales del público, y el correspondiente adocenamiento. Pero el de la poesía es, sobre todos los géneros, el de la palabra mejor elegida, el de la “inmensa minoría de JRJ o los few, happy few de Enrique V en el drama de Shakespeare.
Es verdad que en otras épocas ha habido textos poéticos populares entre los lectores, que se han visto reflejados en los poemas y su mundo, otorgando a la poesía el sentido de vía de comunicación con los sentimientos, con un importante componente amoroso. Hace décadas causaron furor los Veinte poemas de amor y una canción desesperada de Neruda o, antes, las Rimas de Bécquer. Pero aquello era poesía, como lo era, si no siempre la mejor, la de Benedetti, quien hace dos o tres lustros solía estar presente en las citadas listas. En cuanto a Neruda, que tan joven escribió aquel libro suyo, tenía por supuesto frescura e inexperiencia, pero también un acendrado sentido del ritmo, cosa de la que carecen los nuevos vates (varios de los cuales hasta se encogen de hombros cuando se les llama poetas, porque reconocen, y esto les honra, que el epíteto les queda grande). Joven fue asimismo Rimbaud cuando empezó a escribir, más joven y mucho mejor poeta que estos chicos. Joven era igualmente Claudio Rodríguez al componer su primer libro, ese milagro que atiende a Don de la ebriedad.
No querría transmitir un mensaje solo negativo. Como aporte a quienes comienzan a escribir, y desde la experiencia de escribir poesía, traducirla, editarla e impartir talleres (me resisto a la idea de que se pueda enseñar, o más bien es ella la que se resiste a eso), tal vez no sea improcedente dejar aquí algunas pistas, todas las cuales parece ignorar esa «subprosa»: quitar protagonismo al yo, cultivar la mirada exterior y abandonar la autorreferencialidad onanista, zarandear el árbol de la retórica para ganar sus frutos, conocer la música del verso.
Llama la atención que de los títulos de la lista de más venidos de hace unas semanas los diez pertenezcan a sellos de grandes grupos editoriales; de los dos grandes grupos editoriales que operan en España: Planeta y Penguin Random House.
En Así que pasen treinta años… Historia interna de la poesía española contemporánea (1950-2017), la profesora Remedios Sánchez ha señalado, resumiendo el estado de la cuestión que “la poesía se ha convertido en un mercado y hay quien ha visto en lo que es un fenómenos sociológico vinculado a internet una oportunidad de negocio”. Es efectivamente un mercado, y cuantos más libros de poesía mejor será para las editoriales que los publiquen y para sus autores y lectores (para estos, solo si acompaña la excelencia). Llama la atención que de los títulos de la lista de más venidos de hace unas semanas los diez pertenezcan a sellos de grandes grupos editoriales; de los dos grandes grupos editoriales que operan en España: Planeta y Penguin Random House. Desde sus despachos se ha decidido “apostar” por este tipo de textos e incluso crear algún premio y, siguiendo una política habitual, tentar a autores descollantes o ya consagrados (en ventas) de editoriales más pequeñas, como es uso en la narrativa.
Con todo, ambos grupos tienen sellos en sus catálogos en los que sí se publica verdadera poesía: el primero de los citados, la colección Vandalia de la Fundación José Manuel Lara y la de Nuevos Textos Sagrados de Tusquets; el segundo, Lumen, abierto también a la mejor poesía internacional, y la colección Poesía Portátil, heredera de iniciativas similares anteriores, que por precio y diseño podría, y quizá pueda, competir en el segmento del público nuevo y juvenil. Es efectivamente una delicia hallar ahí, por menos de cinco euros, una estupenda antología de Cortázar u otra de Dickinson.
Se habla a menudo de cordón sanitario aplicado a la política. Quizá sea hora de poner en cuarentena a los portadores de esta “epidemia”. Hay quien cree que los lectores no avisados que pescan en estos caladeros de aguas tan poco profundas (¡pero nada que ver con Litoral!) pasarán luego a mar abierta y otras honduras. En algunos casos, puede. Pero parece más bien que será algo coyuntural, que quedará atrás con las espinillas, los primeros logros y desengaños amorosos y las fotos de artistas y cantantes en las carpetas, paredes de la habitación y memorias del móvil. Las redes sociales, que también difunden buena poesía, han intervenido notablemente en la difusión de esta «subprosa». No hay que perseguirla ni marginarla. Que venda lo que tenga que vender. Pero los programadores de festivales y ferias de libro deben tener en cuenta que aquí lo que se da es gato por libro: uno de esos gatitos tan monos de las fotografías de Facebook o Instagram tan lejanos, y esto sí es poesía, del tigre de Blake o el de Borges.
Ezra Pound empleó como divisa Make it new, hazlo nuevo, renuévalo: el poema y la tradición. Él volvió la vista a otras tradiciones y supo hallar la potente voz de los trovadores, que poco tiene que ver, aunque se confunda, con la representación de los juglares o los rapsodas. Hoy sobran juglares que llenan teatros, cantautores que emborronan libros y pantallas. Entre los viejos trovadores se distinguía una poesía más hermética, la del trobar clus. No se trata de cerrar la poesía con muros para su comprensión, exceso también frecuente. Pero sí de reconocer que existe una jerarquía en la palabra y que cuando Antonio Machado escribía que canto y cuento es la poesía no se estaba refiriendo a las cuentas corrientes ni a la milonga de que en poesía todo vale.
SOBRE EL AUTOR
ANTONIO RIVERO TARAVILLO (Melilla, 1963) ha publicado más de veinte libros en diferentes géneros, incluidos siete de poesía, así como numerosas traducciones de prosa y verso, entre las que destacan ensayos de Harold Bloom y las poesías completas de Shakespeare o Yeats, además de antologías que van de Donne a Pound, pasando por Milton, Graves o Tennyson. Premio Comillas y Premio Antonio Domínguez Ortiz de biografías por sus trabajos sobre Cernuda y Cirlot, y Premio Andaluz de Traducción por sus versiones de Keats, dirige la revista Estación Poesía.