El sueño como correspondencia secreta con las influencias literarias

La casa insomne, de Tere Susmozas, revela una narrativa poderosa y cinematográfica donde vivos y muertos habitan un territorio onírico. Así, Susmozas riza el rizo al fusionar narrativa y poesía para explorar el luto, el deseo y la memoria infantil.

© INA OLVERA

Tras leer la La casa insomne (Adeshoras), de la escritora Tere Susmozas, debo confesar que me he quedado un rato más ahí, habitando ese silencio extraño que se le queda a una en el cuerpo tras su lectura. Y todo esto que voy a decir lo digo aún desde dentro de esa casa. No me he marchado, aunque haya cerrado el libro: sigo en ese territorio singular que la autora ha creado con su escritura. Su talento nos tiene preparadas dos sorpresas: una, esperada; la otra, la que cuanto más se tiene, más se desea. Y finalmente me quedo con una pregunta para la autora. Pero empecemos por las sorpresas.

Edita Adeshoras

La primera sorpresa que otorga la lectura de La casa insomne es la que se podía esperar. Esa que ya intuíamos quienes hemos leído antes a Susmozas y que está presente en sus anteriores libros, pero que en este se borda: la sensación de estar viendo una película mientras se lee la novela. La precisión de su oficio es tal que proyecta imágenes riquísimas de símbolos. He visto la casa donde la historia transcurre, el jardín con sus cinco tumbas blancas, los pasillos a media luz, las camas pobres de espíritu, el perro cuya sombra se desdobla en luz. He visto a su protagonista, Sorah, caer en el abismo más profundo de su luto, tomada de la mano de su mejor amiga, Lenka, cayendo con ella.

La narración proyecta un mundo singular, como lo hacen los grandes: un Guillermo del Toro arrebatado por un poema; un Julio Cortázar dirigiendo el movimiento de una montaña estremecedora; un Kafka que encierra al lector en una escena de confesionario asfixiante para reclamarle al oído, con una voz caliente: «Men-ti-ro-sa».

Pero esto, como he dicho antes, se podía esperar de la escritura de Tere Susmozas. Y ahora la sorpresa que se desea: los sueños.

Una va conociendo a los personajes al ritmo de la respiración de la casa, que nos presenta a sus habitantes. Algunos «vivos»: Lenka, que parece gestada en el útero de la propia casa; Agda, una niña tan alta como una torre vista a lo lejos; una mano —prótesis de ternura— atada a una profesora de Álgebra; o el Vigilante, un Caronte que trae objetos perdidos desde una caseta —que aparece y desaparece— hasta el mundo de los vivos. También están los «muertos»: Sissa, a medio camino entre la pesadilla y la duermevela del mediodía, o la propia lechuza, encargada de cumplir la voluntad de algo semejante a la muerte.

Y he aquí que de pronto, en un claro del bosque —como el de Zambrano—, aparece la poesía: seis textos poéticos de textura onírica escondidos en la novela, que desbordan de belleza y consuelo la asfixiante agonía de la casa. Son como el murmullo de una oración en un funeral del que, gracias a su poética, se logra salir aún más vivo, elevado, luminoso.

Susmozas es capar de atravesar el duelo en volandas del deseo.

En «El ala», la persecución y la sombra que ladra laten en el corazón del miedo: como en Kafka, el castigo se confunde con el deseo. El enemigo no está afuera, nos acecha desde dentro. La culpa se hace cuerpo, un animal que espera nuestra quietud para lamerla. En «La recién nacida», el aura de Lispector condensa el espíritu en lo orgánico: la enfermedad es también revelación. La metamorfosis de madre en hija y de hija en madre resuena en la frecuencia del llanto de una recién nacida. «Los pájaros» tiene un aire cortazariano: seres encerrados en su propio delirio, condenados a la belleza inmóvil, como una oración interrumpida.

En «El ojo», la mirada no solo observa, sino que transforma lo mirado en experiencia. A través del gesto de introducir el cuerpo en lo desconocido, por fin se aúna nuestra respiración con la grieta. «La higuera», árbol que se devora a sí mismo, destila un silencio a lo Pizarnik, que se consume hasta ser una gota de savia incapaz de saciar tanta sed. Y «La caja», que flota en el agua hasta llegar a nosotros con una revelación serena que nos tatúa sin necesidad de comprender.

Así, cada sueño es una correspondencia secreta con las influencias literarias que se pueden adivinar en la casa y en sus cimientos oscuros, que se elevan a la altura de una ventana que nos da a luz. Estos prodigios honran el tiempo dedicado a la lectura y el eco que dejan tras de sí. El carisma de la voz de Susmozas es capaz de aunar narrativa y poesía, de inspirar a la muerte que habita la casa con los sueños que la despiertan. Atravesar el duelo en volandas del deseo.

Y he aquí la pregunta que yo me hago tras la lectura: ¿Es lo insomne, o es el sueño, lo que mantiene en pie las ruinas de la infancia?

 

La casa insomne, Tere Susmozas, Adesahoras, abril de 2025, 170 páginas, 14,25 euros.


LA AUTORA

 

INA OLVERA (México, 1977) es redactora publicitaria licenciada en Comunicación. Como poeta resultó seleccionada en el XXXV Certamen Poético Anual Voces Nuevas de la Editorial Torremozas en 2022 y finalista en el 1o Premio Internacional de Poesía Marta Agudo en 2023.

Ha colaborado en diversas publicaciones culturales. Entre sus diversas intervenciones artísticas urbanas destaca el proyecto Comillas, que fue incluido en el libro Invitación al tiempo explosivo. Manual de Juegos, (Editorial Sexto Piso) y fue expuesto en las Jornadas de Arte Anarquista (JACA).

Es socia de ACE.