Aixa de la Cruz nos ofrece en Todo empieza con la sangre una exploración intensa del deseo, identidad y fracaso amoroso a través de Violeta, cuya búsqueda vital oscila entre el sexo, la fe y el vacío existencial.
© VICENTE MANJÓN GUINEA
El libro de Aixa de la Cruz (Bilbao, 1988), Todo empieza con la sangre, es un viaje, o más bien un naufragio, hacia las grutas pasionales y complejas de la sexualidad humana. No hay brújula alguna que nos guie pues esta se encuentra imantada por el deseo de disfrutar y el ansia de conocer como los principales meridianos por los que navegan las páginas de la novela.
La intención no es otra que dejarnos llevar por nuestras propias vulnerabilidades y por el afán caprichoso de conocer nuestra propia diversidad. En sus páginas se deja aflorar los sorprendentes anhelos de nuestro cuerpo movidos siempre por el deseo. Todas y cada una de sus rutas cartográficas no dejan de ser un pulso al lastre existente aún en la sociedad, plagado de estigmas y prejuicios. Un desafío al miedo, al juicio del qué dirán y de la discriminación.
En ese recorrido, Violeta, la protagonista de la novela pasará a graduarse en heterosexualidad, en bisexualidad y en homosexualidad. Así, tal cual. Por el mero hecho de conocer, de saber, de experimentar, e incluso cambiar de rumbo por haber llegado al hastío. Un itinerario que se encuentra plagado de descansos y posadas donde alimentar el erotismo y la lujuria incluso, y que servirá para sacar a la luz las penumbras de cada uno de los tipos de amores diversos. El aburrimiento y la desgana cotidiana en las relaciones heterosexuales, el vacío espiritual en las relaciones bisexuales, y el sentido de posesión y los celos en las relaciones homosexuales. Porque como ella misma dirá, «También somos zorras y celosas y potencialmente malas».

Segunda novela de la autora en Alfaguara.
La novela, de argumento bastante banal e incluso cursi, sale a flote gracias a la maestría de la autora en cuanto a su estilo narrativo. Propio de una cirujana que aborda las inexploradas zonas del deseo, la culpa y el vacío existencial. Y todo ello gracias a la precisión emocional de un bisturí que evita el sentimentalismo. Cortes fríos y matemáticamente calculados dejan brotar la sangre que desmitifica el ideal del amor romántico o que avergüenza la relación tóxica y limitante. Un perfecto manejo de las emociones que son sustentadas gracias a la habilidad literaria de símiles o metáforas. No es la historia que se cuenta en sí, sino cómo se cuenta lo que hace que la novela cobre vida, o se mantenga en estado de respiración comatosa influida por ese goteo en vena de continuo desapego y oquedad ante el discurrir de la vida y las relaciones sexuales.
No hay posibilidad de encontrar ese amor frenético que lleva al éxtasis independientemente de la orientación sexual. Todos y cada uno de sus intentos de consolidar una relación se derrumban. Se erosionan con la misma paciencia con la que el mar desgasta la piel del acantilado. Será ese mar de dudas lo que lleve a la protagonista a la indiferencia con que se resuelven todos y cada uno de sus intentos de fructificación sentimental.
Tanto es así que, en esa desesperación por el tiempo perdido, Violeta decidirá ingresar en un convento. Sí. Hemos oído bien. Después de relatarnos sus aventuras a cuatro patas con su amigo Paul o posturas de costurera con sus amantes como Salma o Bea, lo que verdaderamente cree es que debe hacerse monja. Ingresar en un convento de clausura. Quizá, fuera del mundo, sea donde verdaderamente se encuentre con su propio yo. Quizá, entre sobrios muros, la protagonista de la novela consiga dar coherencia a sus preguntas e indagaciones vitales. Probablemente, ese pacto de sangre que busca desesperadamente con sus afines tenga que ser, definitivamente, con Dios. Un Dios que, encarnado en Hombre, le resulta, a priori, inasequible, dirá la autora del libro.
Y cuando parecía que sí, que ahora sí había encontrado la guía iluminada de nuestro existir, pues resulta que tampoco. Que eso de la vida monástica tampoco va con la protagonista. Porque en realidad cansa un poco. «Se trabaja más que se reza. Que se habla poco de Dios y mucho de dinero, de lo que cuestan las cosas, como el azúcar y la mantequilla, que están encareciendo tanto la manufactura de las pastas que la abadesa se está planteando abandonar la producción».Y claro, no es lo que Violeta busca. «Dios mío lléname de ti para que no necesite más de nada», se dirá a sí misma tras encerrarse en el interior de su encierro, valga la redundancia. Por tanto, vuelta a empezar, en esa incesante búsqueda del Todo, como diría el Barón Corvo.
El cómo se cuenta lo que hace que la novela cobre vida.
La estructura narrativa, como no podía ser de otra forma, rechaza lo lineal, al verse confeccionada por recuerdos y emociones que se entrelazan sin orden cronológico alguno. La pasión y la incertidumbre existencial es el hilo conductor del argumento y para eso no se necesita orden alguno. El deseo y el frenesí brota cuando debe hacerlo, de manera espasmódica, sin someterse a ley temporal alguna. Y lo mismo ocurre con la eterna pregunta, tan trillada, del quienes somos y qué buscamos. Quizá sea por eso por lo que la novela abarca un amplio espectro temporal lleno de agujeros negros superados solo por la maestría de la autora en cuanto a la utilización del lenguaje emocional para volvernos a resituar en años antes o años posteriores al momento presente de la narración.
Así nos hablará de una generación pusilánime pero politizada, que ha asumido las drogas como parte de vida y diversión, y que ha pasado por una pandemia encerrada en casa y portándose bien porque «todo iba a salir bien».
Todo empieza con la sangre es una novela que, como dice algún crítico en la contraportada, saca a la palestra las grandes preguntas de su generación. La cuestión es ¿esas son las grandes cuestiones y preguntas de una generación? ¿De verdad? ¿En serio? ¿Dónde queda ese hombre rebelde de Camus?
Me viene a la mente aquella ocasión en la que observaron a Diógenes el cínico insistiendo en pedir una limosna a una estatua. Al verlo, la gente no tardó en acercarse y decirle ¿no te das cuenta de que estás pidiendo dinero a una estatua? A lo que Diógenes respondió: «Claro que me doy cuenta. Me estoy acostumbrando a fracasar».
¿Sangre o kétchup generacional?
Todo empieza con la sangre, Aixa de la Cruz, Alfaguara, marzo de 2025, 224 pp.
EL AUTOR
F. VICENTE MANJÓN GUINEA (Madrid, 1968) es licenciado en Ciencias de la Información por la Universidad Complutense de Madrid y licenciado en Criminología por la Universidad Camilo José Cela de Madrid.
Es autor del ensayo literario titulado De la literatura y las pequeñas cosas y del libro de relatos Altas miras. Como novelista, ha publicado Una lluvia fina mentirosa y Con tal de verte reír.
Editor y escritor del blog de artículos Memoria de un náufrago y colaborador en el Diario Siglo XXI.
Es socio de ACE.