En Los extrañados (Libros del Asteroide), el filósofo Jorge Freire (Madrid, 1985) repasa las vicisitudes de cuatro escritores y su relación con el rechazo. Lo hace con una implicación tal que acaba casi ‘secuestrado’ por ellos.
© F. VICENTE MANJÓN GUINEA
Uno de los problemas que puede tener un escritor a la hora de redactar sobre otro es examinarlo demasiado. No ya por la documentación que ingiere para poder escribir sobre la vida y la obra de ese escritor convertido en personaje, sino por el veneno, que gota a gota, se va instilando en la conciencia del que investiga.
Estudiar a un escritor, adentrarse en su obra y su vida, es como naufragar en un enorme rio colmado de piedras, de fango, de juncos, de insectos, de niebla y rayos de sol que se entrecruzan en el camino. Llega un momento en que los brazos se sienten extenuados de tanto bracear en las contradicciones propias de la vida, y entonces, no queda más remedio que tomar partido. Hay que orillarse para no morir extenuado.
El propio escritor al que estudiábamos minuciosamente ha generado en nosotros un fuerte vínculo afectivo, tanto que ha cegado la supuesta imparcialidad con la que iniciábamos el incorruptible ensayo de su obra y de su vida.
Todo esto se acentúa más aún cuando el ensayo a tratar no se centra en un solo escritor, sino en los matices de la vida y la obra de cuatro torrentes del mundo literario: P.G. Wodehouse, José Bergamín, Vicente Blasco Ibáñez y Edith Wharton.
El libro de Jorge Freire, Los extrañados, en un alarde de síntesis, se ha adentrado en las vidas personales y literarias de estos incomparables creadores de la literatura. Y para ello ha buscado auxilio en fijar la mirada en determinados hechos singulares de la vida de cada uno de los protagonistas. Hechos que, por otra parte, los llevaron a ser individuos entre admirados o aborrecidos, como en el caso de Wodehouse; entre resentidos o idealistas en el caso de Bergamín; entre envidiados o fulgentes en el caso de Blasco Ibáñez; y entre el pliegue afrancesado y femenino o el fortín troyano e inclemente de Wharton.
Freire se ha dejado atrapar por los destinos de cuatro excepcionales escritores y a medida que ha confeccionado su libro ha sido secuestrado por cada uno de estos literatos. Algo inevitable para cualquiera, pues en el estudio de los personajes nace una relación emocional por agradecimiento a los autores del «delito». Aquellos que han hecho posible la confección del libro, han involucrado a su escritor en una reacción psicológica, en un inevitable síndrome de Estocolmo.
Freire vuelca la balanza hacia la fraternización para con estos escritores.
No hay duda alguna de que Freire, a través de la ironía, pretende mantener la distancia con cada uno de los escritores tratados en el libro, pero hay una pequeña inclinación de la balanza hacia el perdón, hacia la comprensión de los actos que los llevaron a ser rechazados por la sociedad. Quizá sea esto lo más difícil de todo, pues lo más fácil, sería, sin duda alguna, dejarse llevar por el señalamiento y la maldad, sin querer comprender las circunstancias que pudieron llevar a cada uno de los escritores abordados en el libro como individuos extrañados, lejos de los convencionalismos o de lo que la propia sociedad hubiera esperado de ellos en la época que les tocó vivir.
En el prólogo del libro el propio Jorge Freire nos pondrá en antecedentes para intentar comprender a ese tipo de individuo extrañado y singular. «¿Cómo explicar —dirá— que P.G. Wodhouse, personaje quintaesencial de la cultura británica, se convirtiera en un apestado en su propio país y tuviera que exiliarse? ¿O que el poeta Bergamín, madrileño de raíces madrileñas y españolazo hasta las cachas, se mudara al País Vasco y se hiciera abertzale en medio de los años de plomo? ¿No es inverosímil que Vicente Blasco Ibáñez, después de convertirse en el escritor español más exitoso de la historia, solo consiguiera reconciliarse con su patria estando fuera de ella? ¿O que Edith Wharton, en lugar de huir de una casa gobernada por un marido voltario y peligroso, decidiera emprender una suerte de exilio doméstico y erigiese un fortín y una tronera donde había una cárcel?».
No hay nada que entender. La vida es impredecible. Ella y todo lo que la rodea. Su contexto, su momento histórico, el toque inesperado de la varita de la fortuna o de la desdicha. La vida de todo aquel que se ha atrevido a vivirla es inentendible. Porque no tiene un trazo ni un sendero que seguir. El cauce del rio se va erosionando a medida que se avanza. O más certeramente, como dijo Antonio Machado, «caminante no hay camino, se hace camino al andar».
Llegado a este punto, quizá lo que menos me importe como lector es barnizar la actitud de los escritores convertidos en personajes para insertarlos en el mosaico social. Como ha dicho Freire, cada uno de ellos son una tesela saltada, una piedra de terracota estallada y que, ya, jamás encajará en otro lugar que no sea el desarraigo.
Acaso ¿alguien duda del colaboracionismo de Wodehouse con los nazis? Un escritor admirado por Aldous Huxley o George Orwell que tuvo que convertirse en un propagandista nazi. Quizá sea demasiado sencillo y cómodo, desde una de las escribanías del Daily Mirror, condenar a Wodehouse, pero lo cierto es que hay que ponerse en su piel. Prisionero en la Francia ocupada. Despojado de todo lujo en su mansión, en la ciudad de Le Touquet y trasladado a diferentes centros de internamiento entre Francia, Bélgica y Alemania, a cuál más siniestro. Solo poniéndose en su piel uno puede llegar a entender que decidiera emitir por la radio alemana consignas que tranquilizaran a los EE.UU. para que estos no entraran en guerra contra Alemania. Solo eso y que, además, pasara del hambre y el miedo a gozar de todo lujo en el hotel Adler de Berlín, amparado por los funcionarios del régimen de Hitler. No bastó ni su novela El código de los Wooster donde se ridiculiza al fascismo, ni la defensa que Orwell hiciera de él, donde defendiera su frivolidad y su falta de conciencia política, para que el Imperio Británico perdonara su flirteo cómico de burgués enriquecido en un momento en que el mundo vivía una de sus mayores tragedias.
Cuenta Freire, en uno de los capítulos del libro dedicado a José Bergamín, El arte de quedarse solo, que el poeta, al volver de la tertulia en la taberna del Alabardero recuerda los versos de Góngora: «plumas, aunque de águilas reales, / plumas son; quien lo ignora, mucho yerra». Hábil e ingenioso para desprestigiar al fascismo son los versos rememorados por Bergamín. Tanto como certero es el escritor y filósofo Freire para tomar la imagen de libertad de ese pájaro que comenzó a volar, esperanzado e impetuoso, con la declaración de la II República. Un pájaro, por otra parte, que terminó perdiendo el rumbo con sus continuos amotinados e insensatos aleteos. Que jamás se arrepintió de su pasado estalinista. Que en 1979 se presentó a senador por Izquierda Republicana y de ahí empezó a dar bandazos, llevado por su radicalismo político, hasta encallar en el ultranacionalismo, atrapado por una serpiente y un hacha, precisamente en los años de plomo, del terror etarra.
Con respecto a Vicente Blasco Ibáñez será una naranja la que dará inicio al relato sobre el escritor valenciano. Una naranja que se desprende de un árbol y que obedeciendo a la ley de la gravedad comienza a correr por el asfalto hasta caer en un regato de agua sucia. Una naranja que se convertirá en símbolo de la azorada vida del escritor, de un hombre de acción y de un duelista bravío, tal como dirá Freire.
Llegado a este punto, este capítulo, es donde, a mi parecer, más se vislumbra esa especie de síndrome de Estocolmo al adentrarse en el estudio de la vida y obra del escritor. Quizá me empuje a pensarlo las memorias de Pío Baroja, su segundo volumen Desde la última vuelta del camino, donde la imagen de Blasco Ibáñez, lejos de presentarse como un aguerrido Hemingway a la española, emprendedor, aventurero, republicano, folletinesco al estilo de los mejores personajes de Dumas, desvela una imagen de petulante y de una especie de jayán de fulgores vanidosos. Un político de signo populista con una enorme capacidad de arrastrar a la gente, gracias a sus discursos con tintes de izquierda como por sus novelas de posguerra convertidas en best sellers en los ambicionados Estados Unidos de América.
Acérrimo amigo de la propaganda y de la megafonía, tal y como demuestra el episodio donde se narra como tiñe el asfaltado de la ciudad de pinturas en las que se representa una araña, anunciando así, la inminente salida a la venta de su libro: La araña negra. Un excelente libro donde se narran las vicisitudes de un bandolero que hace frente a la opresión de los poderosos en la época de la Restauración borbónica.
De él dirá Baroja: «Yo me figuraba a Blasco Ibáñez por lo que decían sus entusiastas (…), como un tipo mediterráneo, flaco, moreno, aguileño, con barba negra, algo como un personaje de Lord Byron, Conrado el corsario o el Ghiaur. Yo no iba al teatro casi nunca; pero una vez fui con un condiscípulo, y me mostró a Blasco Ibáñez en el patio de butacas. Era un hombre un poco adiposo y de barba media rubia y con la voz aguda. Nada del tipo condottiero italiano, audaz, moreno, aguileño, sino un hombre tirando a grueso, con una voz de tenorino casi atiplada».
Más adelante, acorde con el relato que Freire realiza de Blasco Ibáñez y su predisposición a batirse en duelo, Baroja dirá: «Una noche, en el Teatro de la Comedia, de Madrid, vi a los dos enemigos cerca, (Blasco Ibáñez y Rodrigo Soriano) a un metro de distancia. No se dijeron nada ni se insultaron. En su riña todo era aparato, fem de brut, como en Tartarín».
El capítulo de Blasco Ibáñez es en el que más se vislumbra el síndrome de Estocolmo.
Igualmente, Baroja, tan dado a no casarse con nadie ni con nada, vuelve a hablar de Blasco Ibáñez como un tipo al que le gusta decir la última palabra sobre todo. Amigo de comer y vestir bien. Con traje claro, cinturón rojo y sombrero de paja. Era —incide Baroja— ya un hombre voluminoso, de vientre abultado. Un individuo ágil de palabra y verborrea que igual hablaba por la mañana en un mitin republicano haciendo apología de la República, y por la noche decía con sorna que la República sería el régimen de los taberneros, de los zapateros de viejo, y, sobre todo, de los maestros de escuela. Según él —matiza Baroja—, afortunadamente, la República no vendría nunca a España.
Probablemente es una cuestión de espacio, pues es imposible abordar la vida de cuatro personajes del calibre literario y biográfico como los tratados en Los extrañados en doscientas dieciocho páginas. Sería necesario, como mínimo, un libro para cada uno de ellos. Quizá, debido a esa obligación de concreción y síntesis, el libro de Freire vuelca la balanza hacia la fraternización para con estos escritores. Con gran agilidad narrativa y magnetizado por esa especie de síndrome de Estocolmo al abordar la vida de los autores que se seleccionan en su ensayo novelístico o en su novela ensayística, como se prefiera.
Una forma de escritura que recuerda a ese excelente libro de Stefan Zweig, Tres maestros, donde se rinde pleitesía a Balzac, Dickens y Dostoievski, con la narrativa cristalina y armónica que caracteriza al escritor austriaco.
Los extrañados, Jorge Freire, Libros del Asteroide, 2024, 218 pp.
EL AUTOR
F. VICENTE MANJÓN GUINEA (Madrid, 1968) es licenciado en Ciencias de la Información por la Universidad Complutense de Madrid y licenciado en Criminología por la Universidad Camilo José Cela de Madrid.
Es del ensayo literario titulado De la literatura y las pequeñas cosas y del libro de relatos Altas miras. Como novelista, ha publicado Una lluvia fina mentirosa y Con tal de verte reír.
Editor y escritor del blog de artículos Memoria de un náufrago y colaborador en el Diario Siglo XXI.