El autor realiza un recorrido por la obra poética del reciente y merecido Premio Cervantes Francisco Brines. Uno de los autores más personales de la Generación del Medio Siglo.
© PEDRO GARCÍA CUETO
La obra de Francisco Brines (Oliva, 1932) es una de las más importantes del panorama poético actual, hombre arraigado a la poesía desde muy joven, gran amigo de Vicente Aleixandre, poeta perteneciente a la Generación de los cincuenta, junto a figuras tan importantes como Caballero Bonald o Ángel González, entre otros, comenzó su obra con Las brasas (1960), el cual ganó el Premio Adonais, posteriormente fue valedor del Premio de la Crítica por Palabras a la oscuridad.
En 1986 escribe, tras otros libros tan deslumbradores como Aún no (1971) o Insistencias en Lúzbel (1977), una de sus obras más importantes, El otoño de las rosas, que ganará el Premio Nacional de Poesía en 1986. Ha ganado el Premio Reina Sofía y ahora le llega el Premio Cervantes, máximo galardón de las letras españolas, y sigue siendo uno de los poetas más prestigiosos de la poesía española contemporánea, uno de los referentes fundamentales de una lírica elegíaca, donde la emoción y la importancia del paso del tiempo cobran especial relevancia.
Siempre se ha considerado deudor de poetas de la talla de Luis Cernuda, Vicente Aleixandre o Juan Gil-Albert, donde la palabra poética se ha convertido en todo un ejemplo ético y estético, donde el poema cobra especial relevancia como forma de reflexión vital, donde el hombre se encuentra con sus certidumbres y sus emociones esenciales.
Su importancia y trascendencia para la literatura española contemporánea está fuera de toda duda, siendo uno de los poetas más estudiados por investigadores extranjeros en la actualidad, además de uno de los más valorados por nuestros críticos y escritores, ya que refleja una obra madura y hermosa sobre la importancia de la infancia como etapa feliz de la vida y la relevancia del paso del tiempo en ese proceso de vivir que tanto ha preocupado al poeta valenciano.
LA POESÍA DE FRANCISCO BRINES
En sus poemas, y a lo largo de toda su vida, existe un paraíso llamado Elca, donde Brines ha soñado las cosas, ha transitado por las emociones y ha dejado afectos inolvidables.
Si para Cernuda España era, en su poesía, Sansueña, para Brines, Elca es la tierra valenciana, su Oliva natal, donde crecen los naranjos, la luz del mediodía, el esplendor entero de la huerta. Para José Olivio Jiménez el tiempo es clave en la poesía de Brines y la belleza de las cosas que pasan, siempre tamizadas por el paisaje levantino: “Y como marco, la belleza y fragancia de la pródiga naturaleza levantina, en compañía –y fortalecimiento- de la humana fragilidad” (José Olivio Jiménez, La poesía de Francisco Brines, Renacimiento, Sevilla, 2001, p. 23).
Es cierto que Brines inunda al poema de meditación desde Las brasas hasta su último libro hasta la fecha La última costa, si en el primero aparece el anciano que contempla al niño que fue, en el último, la constatación de la vejez es plena, el tiempo ha pasado irremisiblemente. Su poesía es también una continua reflexión sobre el absurdo de la vida, sobre su fantasmagórica realidad. Dice muy bien Francisco José Martín en su estudio El sueño roto de la vida lo siguiente: “La vida es un destino ciego, un fracaso. La vida es un don gratuito al que accedemos sin merecimiento alguno” (Francisco José Martín, El sueño roto de la vida, Aitana Editorial, 1977, p.82).
En otra página de este libro dice algo muy revelador sobre la obra de Brines:
“Lo que nos entrega Brines es la doble faz irreductible del mundo, su hermosura y su miseria. Situada en la antesala de la muerte, a la luz del crepúsculo, el poeta efectúa su Homenaje y reproche a la vida” (p.87).
Todo ello, me lleva a interesarme por dos momentos claves en la poesía del valenciano, su primer libro: Las brasas (1960) y el último, La última costa (1995). En los treinta y cinco años que distancian a ambos, el poeta ha escrito sobre el tiempo, sobre la infancia perdida, sobre el amor que se escapa furtivamente de madrugada, sobre la luz del Mediterráneo, etc.
En Las brasas aparece el hombre viejo que le visita (recordemos que Brines era un joven poeta en ese momento). Ya aparece en el libro el tiempo, su hondura sobre las cosas, la certeza de la fugacidad de la vida, el efímero transcurrir de nuestros sueños. El poema que comento pertenece a “Poemas de la vida vieja” y dice: “El visitante me abrazó, de nuevo / era la juventud que regresaba / y se sentó conmigo” (vv.1-3).
Si en ese momento hay lozanía (juventud), en los versos que siguen, como si el tiempo del día hubiese transcurrido dando lugar a la noche, el joven ya es viejo: “Vela el sillón la luna, y en la sala / se ven brillar los astros. Es un hombre/ cansado de esperar, que tiene viejo / su torpe corazón, y que a los ojos / no le suben las lágrimas que siente” (vv. 15-19).
Desde el comienzo al final hay todo un proceso existencial, sin olvidar que ese hombre que visita al poeta llevaba tristeza, la misma que anidaba en él:
“Se contaba a sí mismo / las tristes cosas de su vida, casi / se repetía en él la triste vida” (vv. 6-8).
Lo que nos dice el poeta valenciano que ese visitante es él mismo, el cual se contempla desde el espejo del tiempo, tornando la vejez en juventud y viceversa. El poeta y, por ende, el ser humano, no puede cambiar el destino que la vida, en su fluir, nos va dejando.
Siempre aparece en este libro las sombras, no es arbitrario el primer verso del poema II: “La sombra de la tierra va creciendo”, la noche: “sube los aires, y la noche queda / sobre el alto tejado de la casa” (vv. 2-3).
También la sombra que interviene en la naturaleza afecta por igual al hombre y a su universo, para dejarnos un ámbito de tristeza: “Se ensombrece el naranjo, y azahares / huelen por el desván, pesan los muros / y el hombre que la habita se detiene / para pensar vanos recuerdos” (vv. 4-7).
Si nos fijamos en el último libro de Brines, La última costa (1995), el mundo del poeta no ha cambiado, es el mismo universo teñido de sombra donde el tiempo ha horadado toda su esencia. Lo expresa muy bien en el poema “Pérdida del Dios que fui”: “Fue aquella tarde un tizón, / y después fue violeta / todo el aire. Blancas luces / en el cielo destellaron. / Y ya oscuro / Larga noche. / Y al llegar la madrugada / del cuerpo nació la sombra”. (vv. 1-8).
Como podemos ver, para Brines es importante la luz, siguiendo la senda de los pintores valencianos, ya que, en muchos de sus poemas, hay referencias al color (aquí violeta), pero predomina en el poema el destino adverso, a través de la larga noche, en ese itinerario que nos recuerda al mundo de San Juan de la Cruz en busca de la unión del alma con Dios. Pero aquí no hay fusión, sino renunciamiento, espejo del fracaso de la vida.
Y refleja todo ese mundo de esplendor que se convierte en nada en un bello poema titulado “El azul” (otra referencia al color), cuando dice: “Busqué el azul, perdí mi juventud. / Los cuerpos, como olas, se rompían / en arenas desiertas”. (vv. 1-3). La comparación de los cuerpos como olas nos empuja a la sensualidad mediterránea, a la belleza de un espacio único, donde no hay nadie que rompa la belleza del momento: “arenas desiertas”.
También el jardín, símbolo clave en su poesía (como lo fue también para César Simón, como comentaré en el estudio que le dedico), donde nacen las rosas, pero también la tentación carnal: “Hubo amor / en el rincón florido de mi jardín / clausurado” (vv. 3-5). ¿Por qué clausurado? Sin duda, es espejo del paso del tiempo que nos niega el amor.
Pero el final nos estremece: “Voy llegando al final. Ciega mis ojos / un desnudo azul iluminado” (vv. 7-8). Como vemos, ese azul no es otro que el universo que ya no se rinde a sus pies, sino que se muestra, triunfante, sobre nuestra pobre caducidad humana.
Siempre hay, como dije antes, en Brines luz y fulgor, desde Las brasas y en otros libros tan representativos de su obra como Aún no o Insistencias en Luzbel, sin olvidar el maravilloso El otoño de las rosas, pero también hay sombra, clara antítesis de las oposiciones claves en el ser humano: vida-muerte, dicha-dolor. Si es un “desolado azul iluminado” es que el destello pervive, continúa el fulgor de la Naturaleza, pero no el del hombre, condenado a no vivir eternamente.
Cito las palabras de David Pujante en su libro Belleza mojada, cuando dice acerca del poema “Pérdida del dios que fui”, perteneciente a La última costa algo que sirve para entender este cierre que supone el libro y que nos hace reconocer al mismo poeta que escribió Las brasas: “Sintetiza uno de los mitos básicos de la escritura de Brines, el del desengaño, el de la pérdida de la inocencia” y, a la vez, sintetiza, en expresión manifiesta, por primera vez, lo que hay tras su mitología escritural, la originaria lucha entre el yo oscuro y el yo social” (David Pujante, Belleza mojada, Renacimiento,2004, p. 283).
Y esa lucha que señala Pujante es la que mantenía el poeta en Las brasas entre el viajero y el vate, (el hombre social que conoce gente y el que permanece en la oscuridad de su casa, pero ambos tocados por el sino de la soledad, ya que no hay mayor soledad que la de aquel que viaja siempre, ni mayor desolación que la que siente el que contempla la vida de los demás a través de balcones (símbolo clave en la poesía de Brines), ya que refleja el espacio imposible de traspasar del interior al exterior).
Ese antagonismo, aparente, sólo conduce a un solo hombre, desdoblado entre el interior (el poeta que medita la vida) y el exterior (el viajero, ser social, que la vive sin vivirla en realidad). Son espejos que están marcados por el sino del destino trágico de la vida.
La relación entre los dos libros es muy clara (como si representasen las dos caras de una misma moneda). Pujante la vuelve a señalar, cuando dice: “El anciano habitante de aquella solitaria casa rural, aquel yo poético, que no podía ser el joven Brines que con veintitantos años construyó Las brasas, en realidad era una radical intuición que ahora se materializa” (p. 287).
Se refiere al hombre contemplativo que mira su vida en el poema “Espejo en Elca”. Y es cierto, ya que Brines anticipa en el joven el sino de la vida, su certeza que le llevará a contemplarse anciano, como si llevase ungido en su interior el estigma de la condición humana.
En definitiva, Brines ha condensado su pensamiento y en la simplicidad de un lenguaje exento de retoricismo, pero no por ello ausente de buena literatura, encuentra la mejor forma para expresar lo que representa su hondo sentir poético: la elegía al tiempo que se nos va, la búsqueda del paraíso de la infancia, terreno que le marcó siempre.
Me refiero a esa Elca donde anida el Mediterráneo y su luz especial que destella en sus poemas, con la luminosidad de la buena pintura levantina, lo que nos obliga a leer de nuevo, para encontrar nuevos sentidos a tanta hondura existencial.
Refleja la obra de Francisco Brines un legado que ha de perdurar y cuya influencia es manifiesta en otros poetas de la tierra (Marzal, Gallego), porque no es una voz impostada, sino verdadera, cuyas certidumbres sobre la vida están muy cerca de las nuestras.
A continuación, le dedico un apartado al que considero uno de los mejores libros de Francisco Brines, donde consigue aunar todos los temas que han hecho posible una de las mejores obras de la literatura valenciana en castellano,
BRINES: LA RELEVANCIA DE UN POETA CONTEMPORÁNEO EN NUESTRA POESÍA ACTUAL
Hombre de verso profundo, pensador de una palabra que ha ido creciendo, donde lo elegíaco, el recuerdo de la infancia cobra especial resonancia, la etapa de la felicidad perdida, su obra queda como un gran ejemplo de la relevancia de la lengua española, ya que su obra ha sido traducida a múltiples lenguas y ha interesado a muchos estudiosos extranjeros de la literatura española.
Se ha convertido en un referente fundamental para muchos poetas, como Jaime Siles, Vicente Gallego, Carlos Marzal y otros que han destacado su legado y la ineludible necesidad de conocer su obra a todos los amantes de la poesía y a todos aquellos que se acerquen a la lengua española, ya que su léxico es enriquecedor y supone un interesante acercamiento a todos aquellos que, fascinados por la poesía, quieren conocer el español, desde el mundo de la palabra poética.
Brines sigue presente, mientras otros poetas de su Generación han culminado ya su obra o han muerto, dejando una obra de gran calado existencial y de necesario estudio para todo investigador de la poesía de posguerra (Valente, Gil de Biedma, Ángel González). El poeta valenciano sigue siendo reconocido, premiado y, sin duda alguna, queda todavía, pese a que él ha confesado en algunas ocasiones que ha puesto fin a su obra, el último libro, donde resuma todo lo que ya nos ha legado en libros anteriores, donde la poesía, su latido, nos llegue de forma definitiva, siendo ya un referente para futuros poetas y críticos de poesía.
Sin duda alguna, Francisco Brines nos llega al corazón, penetra con su reflexión vital en nuestras emociones, convirtiendo su obra en un lugar de encuentro con la palabra verdadera, desde el niño que fue al hombre que lamenta su pérdida, la de la inocencia, en una clara armonía con el mundo, cuya hermosura es cantada con alegría y tristeza al mismo tiempo, todo un maestro de la poesía contemporánea.
EL AUTOR
PEDRO GARCÍA CUETO. Ensayista español (Madrid, 1968). Doctor en filología y licenciado en antropología por la Universidad Nacional de Educación a Distancia (UNED). Docente en educación secundaria en la Comunidad de Madrid. Crítico literario y de cine, colaborador en varias revistas literarias y de cine, autor de dos libros sobre la obra y la vida de Juan Gil-Albert y un libro, La mirada del Mediterráneo, sobre doce poetas valencianos contemporáneos.